El otro día me quedé a comer en la universidad. Llevaba un bocata y una pieza de fruta. Me acerqué por la facultad de sociología, donde se encuentra uno de mis rincones más tranquilos y preferidos para comer; estaba ocupado. Aquello me molestó un poco (siempre molesta un poco que el rincón preferido de uno esté ocupado inesperadamente), pero por suerte, siempre tengo otros en la recámara.
Mis rincones. Suelen ser sitios que pasen desapercibidos, con algún elemento o punto que me llame la atención (por mediocre o desangelado que parezca) y sobretodo desiertos, uno necesita siempre unos minutos de soledad al día y ésa es su gran baza. De ahí que moleste especialmente su “ocupación”.
Lo malo de aquél día es que el resto de rincones se situaban en el exterior, lo cual no hubiese estado más allá de no ser porque, por lo visto, en la rueda de la fortuna del clima tropical que llevamos sufriendo desde hace más de seis meses ininterrumpidos, tocaba una incesante lluvia que empapaba ánimos y ropa.
Después de considerar otros lugares como alternativa, tales como bancos dentro de la facultad o el bar, los deseché por estar todos llenos de gente, eso sin contar con el siempre posible coñazo de poder encontrarte algún conocido y la consabida interrupción de aquello que estuvieras haciendo tan felizmente.
Así que lo vi claro: de repente no se me ocurría mejor lugar para comer tranquilamente que en uno de los bancos de madera que hay en un pequeño patio de la facultad. Había dos bancos más pero, por contra de lo habitual, estaban más que vacíos. No había ni una sola persona en todo el patio exterior. Así que me acomodé tranquilamente en uno de los bancos, ya empapado, y me senté a comer el bocata con mi botellita de agua al lado y su todo. Puedo admitir que al principio puede ser una sensación un poco, digamos, extraña, sentarte en una tabla de madera completamente mojada, y acostumbrarte a la lluvia mientras comes, pero en seguida te habitúas. Me tomé todo el tiempo que quise y aún un poco más en acabar el bocata y la fruta, y después todavía me sobraron ánimos de liarme un cigarro y fumarlo con parsimonia de peripatético.
A todo esto, debo decir que era día de selectividad en la universidad, y a parte de los estudiantes habituales, aquello estaba a reventar de chavales que iban de aquí para allá nerviosos como pavos. El patio éste disponía de un pequeño porche en su entrada, al lado de la puerta, dispuesto a lo largo, aunque era muy estrecho. Así que todos los que normalmente se distribuiría por los bancos y la tierra se encontraban apelotonados en él, haciendo sus quehaceres habituales: fumar, beber café, comer, o simplemente charlar con el de al lado. Claro, al ser yo el único que estaba fuera, destacaba como una paloma en una convención de monos (sí, hacen convenciones los monos). Aquello, por lo visto, resultaba graciosísimo y extremadamente fuera de lo normal, porque la gente me miraba descaradamente, cuchicheaba entre ella para acto seguido reír sin ningún tipo de pudor mientras me dedicaban una segunda mirada de soslayo. En especial dos chicas jovencitas, debí alegrarles el día porque no paraban de reír a mandíbula batiente como hienas en celo.
Supongo que, al fin y al cabo, debía de tener mi cierta gracia comiendo yo solo ahí debajo el chaparrón, inmutable con todos los enseres “dispuestos” normalmente como si no me diera cuenta de que llovía considerablemente, con los pantalones literalmente chorreando, la camiseta calada, los brazos desnudos y el pelo empapado pegado al cráneo. Uno debe imaginar algo así como comer sentado debajo de la ducha.
Sin embargo, pasando por alto esas nimiedades, tuve tiempo de fijarme en que la gente del porche duraba muy poco fuera, porque no tenían apenas espacio para moverse ya que en seguida le daban al de al lado, estaban incómodos porque tenían que comer de pie, y no eran pocos los que ponían caras agrias por el humo del tabaco del vecino que inevitablemente ocupaba sus pulmones también. En poco rato vi desfilar una pila de gente. Parecían sardinitas recién pescadas, que no paran de moverse por la incomodidad, y que no encuentran la postura apropiada para esa lata tan estrecha en la que las acaban de depositar junto con tantas otras de su especie.
A mí, eso fue lo que realmente me pareció gracioso. Sobretodo teniendo en cuenta que, por una vez, tenía el banco para mí solo y podía estirarme a mis anchas, que no tragaba más humo que el mío, que no me había dado cuenta de lo agradable que resulta comer con esa ligera y fresca banda sonora natural de centenares de gotas cayendo a tu alrededor, y que incluso la hierba de mi alrededor y un enorme árbol casi en mi cabeza desprendían un olor a madreselva y a tierra húmeda que me hacían sentir en contacto íntimo con la naturaleza, en una paz breve y transitoria, pero profunda y tranquilizadora, un delicioso oasis pasajero que me predispuso a encarar con optimismo la tarea de la tarde.
De esta manera, como tan acertadamente dice el filósofo desconocido y no reconocido de Anatma, es oportuno reservar las fuerzas, pues no siempre es prudente nadar contra corriente, pero sí saltar de tanto en tanto fuera del agua y darse un gusto sin presiones respirando aquello que todos piensan que es veneno y sólo es otra forma de tomarse la vida.
El rapsoda de la ignorancia
Yo también quiero seguir mi propio gusto y disfrutarlo sin más, así, sin hacer caso a las risas de desaprobación. Magnífico.
ResponderEliminarla misma alta calidad de siempre. Ir contracorriente... puede que ahora seamos magicarp, colega, y subir de nivel cuesta mucho. Pero ya sabes lo que viene después. Y entonces ya no notarás la corriente en contra. Eso es lo suyo, no notarla en tu contra aunque lo esté.
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