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martes, 20 de julio de 2010

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El arquitecto había construido un edificio sólido sobre bases y planos muy claros y explícitos: humildad, firmeza, equilibrio, transparencia, elegancia. Era su mejor obra, indiferente a las inclemencias del tiempo y con un estilo único y totalmente distinto al de los edificios vecinos, integrándose apenas en el paisaje urbano, pero destacando por la lealtad a sus fundamentos.

Allí vivía poca gente, pero eran los perfectos inquilinos para sus apartamentos. Se sentían cómodos y tenían buen nivel de vida, aunque a veces también visitaban otros edificios vecinos y hacían estadas. El edificio se quedaba a veces muy vacío porque tenía capacidad para habitar a muchas más personas y la corriente de gente en él se volvía muy inconstante. Aquelló preocupaba mucho al arquitecto que no dejaba de pensar en cómo hacer el edificio más atractivo y fue añadiéndole lujos y aumentando el precio de los apartamentos y de sus alquileres. Los inquilinos, que no habían pedido nada pero tampoco habían rechazado nada, se quejaron. El arquitecto arguyó que debían agradecerle todas las mejoras y que la subida de precios era apenas insignificante con todos los beneficios que conseguían y continuó mejorando las comodidades del edificio y subiendo los precios poco a poco. Con todo, no llegaban más personas y los inquilinos comenzaron a marcharse.

Ante ello, el arquitecto decidió volver a como estaban las cosas al principio y sus habitantes volvieron, pero luego de un tiempo empezó a fijarse y a comparar su obra con las vecinas. Fue entonces cuando decidió adaptarla al paisaje, o como muchos le dijeron, modernizarla. Comenzó a realizar reformas profundas tirando abajo partes del edificio entero sin, una vez más, consultar a las fieles personas que en él habían vivido siempre. Sin embargo, esta vez no se fueron porque el arquitecto decidió no tocar la parte del edificio en la que vivían ellos y gracias a las partes reformadas comenzaron a llegar personas que jamás se habían fijado en su austera fachada, pues nadie miraba más que fachadas, y su obra avanzaba cada día más hacia la pomposidad y la extravagancia. Aquellos nuevos inquilinos hacían constantes comentarios y críticas al edificio y el arquitecto comenzó a destruirlo y reconstruirlo según el parecer del gran número de turistas y nuevas personas que comenzaban a fijarse en él. La gran cantidad de reformas que hizo, manteniendo el edificio en obras permanentemente, provocó el gasto de todos los recursos del arquitecto y un reiterado endeudamiento que finalmente lo dejó en la ruina. Los nuevos inquilinos seguieron haciéndole críticas, pero en la situación desesperada en la que se encontraba decidió finalmente expulsarlos del edificio temporalmente en lugar de hacer caso omiso de sus comentarios y valoraciones.

Aquello le dio bastante mal nombre en la ciudad y sin embargo los viejos inquilinos de siempre se mantuvieron como si nada. El edificio estaba medio derruido, a medio construir, a medio destruir, repleto de andamios y trabajadores mal pagados y agotados que ya no sabían que había que reformar, destruir o mantener. Los cimientos se habían removido demasiado, y ya ni tenía un estilo determinado ni una línea política clara y se mantenía bajo mínimos, muy vulnerable al entorno, a las inclemencias del tiempo y extremadamente frágil a los terremotos que de tanto en tanto lo sacudían. Pero a pesar de ello, el edificio siempre mantuvo cierta firmeza mal disimulada y el encanto ulterior que, agonizando, luchaba por sobrevivir como un guerrero moribundo que reniega de la deserción.

Fue en esos momentos cuando el arquitecto se apercibió de que el momento de mayor esplendor de su edificio no fue cuando más inquilinos tenía, sino cuando estaba más entero y equilibrado y respondía a sus necesidades y visión del arte, del habitaje y de la vida. Y empezó a ahorrar para regresar al estado original de éste, recuperando los viejos planos, porque merecería la pena mientras hubiese tan solo un individuo realmente feliz en su edificio.

Evidentemente el nuevo edificio ya no iba a ser exactamente el mismo porque el arquitecto había bebido de muchas nuevas fuentes, pero la esencia de sus fundamentos nunca había desaparecido y solo tenía que volverlos a valorar como se merecían. Los inquilinos de siempre, los de siempre, esos eran sus fundamentos.

Fénix Arquitecto

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