La traducción habitual del mito del pecado original, en la que aparece la palabra “ciencia”, permite una cierta secularización de la historia por la que se opone “fe + conocimiento humilde = sabiduría humana” a “conocimiento científico” en cualquiera de sus variantes (la “episteme” griega, la “Wissenschaft” alemana, la “science” anglo-francesa, etc.). De modo que el “pecado”, la “caída”, etc. siempre se puede identificar con el exceso de conocimiento, con la pretensión de un saber desmesurado que está más allá de las posibilidades del hombre (“los grandes abusos” dice Satán).
Contradecir el mandato de Dios, ir más allá del conocimiento humilde y querer convertirse en Él es el pecado de soberbia que tradicionalmente se arguye como motivo de la expulsión del Paraíso. A mayor conocimiento, mayor cercanía de la muerte, como el Sol al que Ícaro se acercó demasiado a través de la tecnología o la torre de Babel que pretendía llegar hasta los cielos.
Mal acostumbrado a lo excepcional, perdido el gusto por todo lo demás, el artista acabará por caer en la desintegración, por proponerse a sí mismo la realización de lo irrealizable. El gran problema, para un hombre genialmente dotado, consiste precisamente en evitar que, a fuerza de acostumbrarse mal, acabe por perder contacto con el mundo de lo factible.
Pero para conseguir ese conocimiento superior es necesario el pacto con el Diablo, con Mefistófeles, la perversión que nace a través de la deshumanización con el objetivo de ser más que un humano, de ser Dios. He aquí la ambigüedad del superhombre nietzscheano (“mediocridad aunque se llame moderación” decía Zaratustra). Un deseo innato en el hombre, llamado curiosidad, que nos impele desde nuestro nacimiento a aprender y también a destacarse que, convertido en pasión en la juventud, absorbe todo el tiempo del individuo, al propio individuo. La caída se produce por una negación de la vida terrestre, la vida social, donde el individuo ha de integrarse si quiere cumplir con un deber biológico: establecer vínculos emocionales y aparearse.
Así pues, por un lado, pues, tenemos el arte y el trabajo intelectual para alcanzar y/o crear alguna forma de conocimiento superior, aspirar al título divino a través del talento, el esfuerzo y la constancia. Tarea que parece absorber la vida social del ser humano, dedicado y sacrificado por desvelar y acceder al mundo de lo invisible, de las ideas, de las respuestas verdaderas y a crear lo excepcional. Las consecuencias de poseer este don se describen habitualmente con un progresivo deterioro de la salud por llevar al límite las facultades humanas (como las fuertes jaquecas de Adrian ), la infelicidad (“la culpa de todo la tiene mi corazón desesperado” ), cierta o total marginalidad social o el consumo de sustancias psicotrópicas para aumentar la concentración y evadir el dolor más que por la búsqueda del placer y de nuevas experiencias. Además, estos superhombres, no sin cierto aire a héroe trágico, tienen un carácter soberbio, cerrado, ofuscado e idealista, misantrópico, fáustico, obsesivamente observador y dado a la trasgresión de toda ética establecida con la justificación de responder a los objetivos y motivaciones personales del propio genio, más que del beneficio de la humanidad ("y mientras la buena conciencia se llame rebaño, sólo la mala conciencia dice: YO" decía de nuevo Zaratustra). El reconocimiento de su éxito parece justificar sus métodos.
Este perfil podría responder en buena medida al de Adrian Leverkhun, pero también al de Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle o incluso al del famoso personaje de televisión Doctor House, que viven a través de su obra, de su trabajo. Y es entonces cuando parece que la desantropomorfización (distanciamiento del objeto de estudio para alcanzar un conocimiento objetivo e imparcial) se convierte en deshumanización (amoralidad).
Fénix fáustico