Salgo del hospital dejando atrás una parte importante, la parte significativa de mi vida hasta este momento, una parte que no volverá. Dentro he sentido un extraño calor, con toda aquella gente que gritaba y aplaudía y animaba y jaleaba y reía y lloraba y charlaba y comía y bebía y disfrutaba los unos de los otros y los otros de los unos y tenía ganas de celebrar, un calor que ha amenazado por un momento con echar por tierra mi tedio. Pero sé que ese calor es algo pasajero, no te engañes, como esa estrella fugaz que ahora pasa y ahora ya no está, no te engañes, me digo.
Fuera llueve, arrecia, y una leve bruma envuelve el ambiente, enfriándolo, distanciando al resto de transeúntes conmigo. Me arrebujo en mi sudadera, pues he olvidado la chaqueta. Es tarde para comer, pienso, pero no me espera nadie en casa, así que me voy a dar una vuelta. “Oh, dulce Navidad, nieva!”. Me coloco la capucha y camino decidido, como si supiese a dónde me van a llevar los pasos. La poca gente que me cruzo en el camino no tiene tiempo para reparar en la existencia de uno, ellos sí tienen prisa: es Navidad. Alzo la mirada hacia los edificios de esa zona, pero es como si el oculto cielo encapotado me dijese “no” en cada gota que cae en mis ojos, “mira al suelo”; aunque la lluvia tampoco me molesta en exceso.
Cruzo un paso de cebra confiando en que el conductor que está a punto de saltárselo finalmente lo respetará, pero nada, él sigue. Frena, le digo, frena, que me arrollas, pero ya es tarde, me ha dado con el parachoques que estaba lleno de barro y me ha puesto perdidos los pantalones. La propia agua de la lluvia me los lavará, no? qué más da?
Buscando algo que no encuentro entre calles desangeladas doy con mi silueta que, pese a la escasa luz grisácea, se refleja en las paredes tatuadas de barrocos murales contemporáneos pseudo-reivindicativos de una fábrica con las ventanas rotas.
-Me acompañas?- le pregunto.
Los coches al otro lado de la calle tienen pinta de llevar varias semanas abandonados, y en parte quizá por ello me veo empujado a escribir con el dedo sobre uno particularmente lamentable en su cristal trasero; “good news”.
Como si me lo hubiera marcado como destinación, llego a un pequeño parque de tierra de esos frecuentados únicamente por los vecinos de la calle para sacar al perro, porque no son lo suficientemente sórdidos para ser lugar de reunión de malhechores, ni lo suficientemente agradables para pasear tranquilamente, de esos sembrados de grandes mierdas de perro y colillas mal apagadas, de los perros y fumadores del barrio.
Sacrificando mis zapatillas en el barro y con la piel de gallina porque la sudadera está calada, llego a una larga barandilla metálica que rodea el parque en uno de sus extremos; bajo ésta aprecio una pronunciada pendiente aprovechada como vertedero de uso indiscriminado, las plantas ahogadas por los plásticos, los maceteros cajas de zapatos, y una carretera zigzagueante más allá cuyo final no alcanzo a ver por culpa de la niebla. Más abajo, un gran descampado de tierra estéril destaca el triste barrio de chabolas que se encuentra justo a su lado, como burlándose de él con su sencilla desnudez, resaltándolo, como diciendo “eh, aquí, veis el barrio este de mierda de chabolas, lo veis?”, y detrás sólo fábricas y fábricas industriales destartaladas que escupen trabajosamente su blanco humo tóxico al ambiente, con la paciencia del ladrón de cascabeles, sin prisa, pero sin pausa, contribuyendo en un grado moderado a la fría fealdad del paisaje. Es como hacer una pequeña incisura en el frágil equilibrio de la ciudad y descubrir este frío retrato en la disección: desnudo, sin brillantez, sin adornos, una verdadera arteria metropolitana suburbial.
Me apoyo en la barandilla para regodearme en la mediocridad de mi visión; no sé, todo esto es tan decadente pero real a la vez que me dan ganas de escupirle y abrazarlo al mismo tiempo. Aquí no hay luces ni ningún tipo de decoración de Navidad, me pregunto por qué. Aunque, por qué va a ser, idiota: esto es un barrio pobre, esto no es el centro, no necesita ser engalanado y decorado, porque por aquí no pasa la gente, porque aquí los que viven ya están acostumbrados a la porquería, mediocridad y dejadez que les rodea, y no hay clientes que atraer a las tiendas, ni niños que ilusionar ni fechas que celebrar, para qué. Suelto un bufido como exteriorización de mis pensamientos, vaya, pienso, menudo vaho más espeso, creo que de intentarlo, podría hacer aros con él.
Si no hubiesen adornos de Navidad, la gente la celebraría? Quiero decir, en ningún sitio, en ninguna calle, ninguna casa, nada. Cómo demonios íbamos a saber entonces un mes antes que falta ese tiempo para Navidad? Para mí que sería como celebrar un San Valentín sin enamorados, que perdería toda la gracia. Aunque, para qué celebrar un San Valentín y una Navidad y todas esas historias modernas, cuando es más que sabido que son meras excusas, campañas para arrastrar a la masa a ese agujero infinito denominado consumismo? Creo que se puede celebrar estar enamorado, o estimar a tus personas cercanas, en cualquier época del año, sin necesidad de preámbulos inútiles, no necesitamos esperar unas fechas para demostrarlo. Pero también creo que, como en todo en esta vida, necesitamos unas directrices, saber que llega la Navidad, que hay que comprar regalos, que hay que estar con tu gente, que hay que comer hasta reventar, que hay que… Obligaciones bien establecidas en un marco social aceptadas por todos. Me encanta la Navidad.
Intento dejar esta nube de pensamientos con el vaho y la niebla del vertedero improvisado, el mal dibujado barrio de chabolas y las fábricas humeantes, así que me acerco al otro extremo de la plaza alojándome en un banco mojado que me cala hasta las entrañas. Qué a gusto. Ya casi se ha quitado el barro de los tejanos; de hecho, ya casi se les ha quitado el color…
Intento atenazar toda la poca calor que me queda en el cuerpo con un auto-abrazo, impidiendo que se escape del todo, no te vayas!
A duras penas, consigo liarme un cigarro y me lo fumo tranquilamente imaginando este mismo momento en las vidas de las personas que viven en la casa que tengo delante, de los que veo las siluetas por su ventana. Parecen como un hombre mayor y un chico, deben ser padre e hijo y están preparando la comida de Navidad, seguro. El padre pone pacientemente los platos y el hijo se afana en traer la comida. Deben estar esperando a la madre, que sale tarde de trabajar, y llegará empapada y con el paraguas torcido y el tacón roto y el maquillaje corrido… pobre, pero sonreirá porque su familia, sus chicos, le han preparado la comida. Aunque no tengan mucho dinero para salir a comer por ahí y el árbol sea de plástico, y vean los especiales en una tele que no es de plasma (apenas sintoniza), comerán juntos y comerán contentos, puede que incluso vengan los abuelos. Y cuando acaben de comer dejarán todos los platos sucios en la cocina, “ya lo recogeremos luego”, y la mesa donde antes estaban las ensaladas, la sopa y el pavo ahora se llenará de licores, turrones y polvorones. La abuela tomará un chupito de anís, y el abuelo y el padre un coñac, “tu no, niño, que todavía eres muy chico”. Quizás incluso se arranquen y canten algún villancico en familia.
Vaya, parece que al niño se le ha caído un plato… Y, y joder, el padre le acaba de dar una ostia? Sí, eso me ha parecido ver. Bueno, puede que, al fin y al cabo, la realidad siga siendo otra…
Se acabó ese cigarro, así que me levanto, casi tiritando ya. Daría lo que fuera por un taxi y un poco de ropa seca ahora, y una sopa recién hecha al llegar a casa… mmm… una sopa casera calentita, media vida! Creo que me queda alguna sopa preparada de la última vez que compré, para celebrar la Navidad y eso. Espero que al menos hoy me funcione el microondas.
El Rapsoda de la ignorancia
No hay comentarios:
Publicar un comentario