La amistad es nuestra religión; Nadie, nuestro Dios; y la ignorancia, nuestro templo. Bienvenidos.

domingo, 24 de enero de 2010

Somos Gracia

La conquista definitiva de la independencia. La independencia es como un caballo salvaje, por un lado primero debes hacer que se habitúe a tu presencia, y luego cuidar de él y satisfacer las necesidades de ambos, sois uno, jinete y caballo, y por tanto estáis solos; por otra parte, montarte en el lomo de ese caballo salvaje y galopar, galopar sin rumbo ni dirección, sin importarte si es de día de noche o hace frío, sólo galopar, admirando vuestras sombras en la montaña y disfrutando del viento en la cara, el manto de las estrellas la única luz. Esa sensación es impagable. Por eso vale la pena intentar domesticar ese caballo salvaje que es la independencia, con sus dos caras. Eso es lo que echo de menos.
Echo de menos llegar de la universidad a las tantas de la tarde, el estómago rugiendo de hambre, y descalzarme dejándolo todo por en medio sin preocuparme, poner una pizza al horno y estirarme cuan largo soy en el sofá sin que nadie me diga nada a fumarme un porro con todas sus caladas, con todo su humo, potenciando ese hambre porque sé que la comida se cocina por mí.
Echo de menos levantarme a las tantas y ducharme el rato que me dé la gana, primero con agua hirviendo, luego fría como el hielo, aún a sabiendas que llego tres horas tarde a la uni, y salir a la calle sorteando a coches y transeúntes como si de una carrera de obstáculos se tratara, buenos días Barcelona! Llegar al metro o al tren y rezar, no para tener sitio, sino para lograr entrar, a presión, los cuerpos sometidos a posturas inverosímiles durante horas al día. Sí, eso también lo echo de menos: el ruidoso metro a reventar, con la gente tan diferente en él, ahora te fijas en la señora gorda, ahora en el heavy colgado, ahora en el sudaca que pasa la gorra, y hasta en el rumano que te intenta robar la cartera. O los autobuses en otoño, el olor de ese microclima extraño cuando entras y está lleno (que desde fuera parece una sauna, todos los cristales empañados), abandonas la lluvia de la calle y te das de empujones con los jóvenes y las abuelas (que son quienes cogen los autobuses) para llegar hasta el fondo y disfrutar de un espacio vital mínimo digno. Pues lo echo de menos. Incluso esas abuelas que te repasan en las paradas como quien no quiere la cosa, aunque no sean precisamente maestras en el disimulo, que las ves pensando “pero este niño dónde va, con solo el jersey y la chaqueta, con el frío que hace?”.
También echo de menos a los punkis de la zona, con sus tatuajes rebeldes, sus piercings caseros y sus ropas andrajosas, que hacen fiestas privadas para punkis y ocupan casas que ya las quisiera yo. O sus reivindicaciones en forma de graffitis por el barrio, muy entretenidas de ver cuando uno va paseando.
Y esas calles, la arquitectura, tan pronto te encuentras una casa siglo XIX que se cae a cachos como un bloque de edificios de veinte plantas y ascensor ultra-sónico como unos pisos normalitos o las típicas casas modernistas de techos altos. Todo junto, todo mezclado, y toda esa harmonía (paradójica) estética que tanto echo de menos. Puestos a echar de menos, echo de menos incluso esas escaleras que, aunque mecánicas, se te hacen inacabables mientras subes y subes por la calle estrecha al lado de casa y de repente, como el que no quiere la cosa, ya estás paseando por el parque Güell que está puesto ahí como por accidente, entre todas las casas okupas y los turistas desorientados, pero te subes en una pequeña colina y puedes admirar toda la ciudad, jugar a adivinar las calles con mi hermano, eso no es gran vía?, sí puede ser, y esa otra es passeig sant joan, no, es la de al lado, ahí debe de estar mallorca, al lado de esa tan larga que es diagonal, y la sagrada familia se ve muy grande desde aquí, no?, sí, y a mí me gusta la torre agbar, de noche está muy chula, el pene de Barcelona?, ésa, exacto. Y así seguimos paseando por el parque y descubrimos unos campos enormes donde hay equipos enteros practicando vete a saber cuántos deportes diferentes, y espera, que quiero ver a éstos jugar al fútbol un rato; seguimos caminando? sí, total son bastante malos, y así llegamos a otra punta del parque Güell desembocando en un barrio cuya existencia desconocíamos por completo, esto… por dónde volvemos? desandamos el camino andado? mejor será… Y esa misma tarde de domingo que salíamos a pasear acabamos en el “parque oculto” de siempre, unas pocas manzanas bajo el Parc Güell, una islita entre edificios viejos, con sus verjas y su horario y su parque infantil y su todo pero donde no llegamos a ver un alma nunca, apartado, oscuro, un tanto desangelado pero con encanto, perfecto si uno quiere echar tranquilamente una partida de ajedrez, a salvo de la atención de curiosos que se congregarían en cualquier otra plaza que los ves pensando “pero en serio no ve ese movimiento?” o “madre mía! qué ha hecho éste? no tiene ni idea de ajedrez”. Y luego seguir andando por ese mismo barrio, a escaso dos calles del nuestro, hasta subir unas pequeñas escaleras y dar con un mundo aparte, una urbanización solitaria y silenciosa en el viejo corazón de Barcelona, rodeada de un pequeño bosquecito, con pocas farolas y alguna canasta suelta por allá, que uno tiene la sensación de estar paseando por la zona residencial deshabitada de un pueblo del interior, en serio esto está a dos calles del desquiciante ajetreo y febril movimiento de la ciudad? En serio esto está a cinco minutos de Gracia? Pues sí, incluso se ven algunas estrellas en las noches claras. Se echa de menos. Y luego, cuando es tarde para ser domingo y al día siguiente hay que “madrugar” y ya hemos echado ese ajedrez y esa vuelta, volvemos a casa por el puente de Vallcarca, desde donde se ve un caserón okupa enorme, con antena por satélite y todo, y ves a los okupas fumando y bebiendo dentro mientras ven tranquilamente los cientos de canales que deben tener, así de dura debe ser la vida okupa. Una vez en casa de nuevo, seguimos echando esa partida a Master Mind si aún no estamos muy espesos o un Crash en la play si no nos queremos romper mucho el coco o a unas malas le damos a la tele y yo le pongo canales expresamente para escuchar a mi hermano despotricar sobre los concursantes o los presentadores, ya que me hace mucha gracia, mientras le seguimos dando al canuto y, de nuevo, hay una pizza o una lasaña en el horno cocinando por nosotros. Y de esta manera los domingos fríos y tristes y apagados y grises pues no lo son tanto. U otros domingos en los que estoy más apático cojo y me doy a dar una vuelta yo solo Gracia abajo, por calles que empiezo a conocer, que no conozco, y que no me suenan de nada, disfrutando del paseo y los edificios, mientras imagino qué fiestas haría en ése o como es la vida de los que veo en el otro, o imaginando historias sobre zombis y monstruos en la uni o el argumento de mi próxima novela. Y saliendo negativo y apático de casa vuelvo con las pilas puestas y dispuesto a verle la sonrisa al mundo. Eso, se echa de menos.
También echo de menos, cuando nos dio la fiebre en pleno invierno gracias a mí, de montarnos un gimnasio improvisado en medio del mini-salón del piso y liarnos a hacer flexiones, abdominales y pesas a las ocho de la tarde, durante una hora o más, los dos a nuestro rollo pero picándonos de vez en cuando “no has acabado la serie, mariquita” o “levanta más la pesa que ésa no cuenta”, con música de fondo que nos enchufase o pasapalabra o el wyoming y sus tías buenas en la tele. Como a mí de seguida me entra calor me quito la camiseta y me pongo a hacer pesas delante de la ventana, en la que me veo reflejado y admiro mis (escasos) músculos en tensión y mi cara de esfuerzo, quién necesita un gimnasio? Y siempre que hacía eso miraba el edificio de enfrente, que es como muy moderno, y me imaginaba a los vecinos mirándome haciendo pesas en el salón, y no sé por qué en vez de ser un estudiante catalán me imaginaba que era un joven triunfador empresarial yanqui y estaba en Nueva York. Después nos turnábamos para ducharnos (ya sabéis, primero muy caliente, luego muy fría) y nos apalancábamos el rato antes de cenar en el sofá con un porro muy cargado, y os digo, no sé qué sería pero entre el ajetreo diario, el rato de ejercicio, la ducha y el porro, ése era el momento feliz del día, me sentía en onda con el universo. Eso, también se echa de menos.
Me gustaba salir a la calle y comprar algo improvisado para comer, porque salía a comprar cualquier cosa en un condis o un día cualquiera, pero de Gracia, y eso me gustaba. Me gustaba incluso el bar que teníamos debajo de casa que debe ser de los bares más cutres que he visto en mi vida, llevado por unos chinos que capeaban como buenamente podían a los últimos borrachos del barrio que se congregaban ahí porque era el que cerraba más tarde, con tal de ganar cuatro perras más. Un bar incluso socorrido en más de una ocasión como último medio cuando no había nada más para que me prepararan un bocata y, oye, que no estaban tan malos. Bar odiado profundamente por mi hermano y Noe, pero que sirvió de refugio para tomar alguna birra antes de empezar la noche y ponernos al día con Raúl, porque las estrellas eran baratas y los personajes pintorescos, esa cutrez que uno acaba amando. Aunque a decir verdad la mayoría de los bares de nuestra calle eran bastante cutres; sin ir más lejos, el que había justo al lado tenía las paredes de color pastel y cuadros de señores medio desnudos con tigres salvajes y floripondios de colores, así que tampoco era mucho mejor. El dueño no era especialmente simpático, ni activo, pero tenía un camarero extranjero, sudamericano, que es el típico que lo hace todo, y rápido. El chaval no me quitaba ojo de encima cada vez que iba, y yo creo que era gay. Aún así ése era el bar al que acudía al llegar de fiesta, porque si bien el de los chinos era el que más tarde cerraba, éste era el que más pronto abría, no había ninguno más abierto en la calle, y después de tomarme un zumo de naranja natural y un biquini recién hecho (bajo la atenta mirada del camarero gay) me sentía con fuerzas de acometer la imprevisible misión de llegar a la cama y dormir.
Me gustaba muchísimo llegar entresemana a las doce de la noche o la una y que el bar cutre de los chinos siguiera abierto, con todos los de la basura tomándose una cerveza y colapsando la calle con sus camiones parados en mitad de la carretera. Y llegaba tarde del teatro, porque me traía el Josep, que es todo un personaje, y mientras lo veías tímido y callado y a su puta bola en los ensayos, en ese rato que nos pasábamos despidiéndonos en el coche, delante de mi portal, hacíamos planes para forrarnos y darnos el piro, un día blanqueábamos dinero y él buscaba el lugar y yo la maquinaria, otro alquilábamos un pisito vacío en el barrio y comprábamos unas prostitutas rumanas, otra vez él iba a Galicia en coche y me conseguía un quilo de coca que yo tendría que distribuir, otro día pergeñábamos un plan para darle el palo a un furgón blindado, y alguna vez incluso traficábamos con armas en el puerto con peligrosas mafias calabresas. El tío se lo tomaba en serio y alguna vez me decía, “eh, pero lo hacemos, eh? yo te estoy hablando completamente en serio” con una cara de loco que me daba miedo e incluso yo me lo empezaba a tomar en serio y me planteaba las ventajas de una vida al margen de la ley. Una vez incluso sacamos información de internet y a punto estuvimos de invertir nuestro dinero en una máquina que hacía precisamente eso, dinero (aunque falso, claro). Lo más factible que se nos ocurrió fue el clásico de plantar un invernadero con marihuana y venderla luego, pero por razones logísticas, nunca empezamos la operación. Nunca empezamos nada, de hecho, pero entretenía la vuelta del teatro en Barberà aquellas conversaciones absurdas que nos tomábamos más en serio de lo que debíamos. Yo ya me veía retirado en algún país perdido, rollo Trinidad y Tobago, con un habano y un ron de verdad, olvidado de Gracia y la civilización en general pero regalando mi cuerpo al sol y a la arena para el resto de mis días. En vez de eso, me conformaba con despedirme del Josep y subir las escaleras a casa imaginando los aplausos y la cara de la gente el día del estreno de la obra, me sé el papel, la gente está enchufada, esto va a funcionar, y eso llenaba mi cabeza y mi ilusión. Al llegar encontraba Anatma y Noe a punto de ir a dormir que me preguntaban qué tal el teatro (porque la uni se daba por perdida) y yo les explicaba que si hoy a tal se le ha olvidado el papel, o he hablado de la guerra civil con uno de los yayus de la obra, o me han echado bronca por estar encantado, o me he pasado el ensayo escuchando a escondidas el partido de champions del barça y celebrando calladamente los goles, o me he salido un momento a fumar un porro con uno y se nos ha echado el momento de salir a escena y no estábamos listos, o vamos a pasar coca con el Josep, o cualquier anécdota que se me pasara por la cabeza ese día. Si ya estaban acostados, me preparaba una sopa de sobre (renunciando a mis principios, y a los de toda persona que se precie) pero que estaba caliente y me reactivaba, mientras me veía una serie bastante estúpida que daban en la sexta pero que no sé por qué me hacía mucha gracia, the office. Así que me quedaba a verla hasta tarde y cuando me aburría a las tres o las cuatro me iba a dormir, no demasiado preocupado de faltar el día siguiente a las tres, cuatro o cinco primeras horas de clase o, por qué no, pasar de ir directamente, quién quiere sacarse una carrera cuando le llena su afición favorita? Pues eso, amigos, se echa de menos.
Sabéis qué echo también de menos? Las fiestas privadas en Gracia. Y no ya la de pisos desconocidos (eso sería una actualización entera aparte), sino las fiestas que nosotros mismos montábamos. En parte me gustaban porque era la única época del año que nos dignábamos a limpiar el piso, lo cual cuando llevas vida de soltero y compartes siete metros cuadrados de comedor, se echa en falta de vez en cuando y se diría que es incluso deseable, hacedme caso. Nos pasábamos la tarde limpiando como si se tuviera que acabar el mundo porque claro, teníamos la faena atrasada de cuatro meses, y encima había que cocinar y estar a punto a la hora. A nuestro favor hay que decir que siempre lo conseguimos. Me gustaba meterme en la cocina dos horas antes y ver el vaho de la ventana mientras fregaba los platos en una pica minúscula, que uno nunca diría que caben los platos sucios de una semana (caben) y mi hermano va preparando una tortilla gigantesca, o humus, o una ensalada, o todo a la vez. Siempre acabábamos innovando en la preparación y siempre quedaba bastante bueno, la verdad. Lo malo que las ganas y la creatividad en la cocina se quedaban en esa noche concreta, no somos gente de extrapolar a nuestra vida diaria. Entonces cuando llegaban los invitados reventábamos a comer y nos distribuíamos apalancándonos por donde podíamos, sofá, sillas, taburetes, suelo, nada… alguna noche con invitados de más tuvimos que salirnos incluso al balcón, de lo pequeño que era el piso. Los invitados eran, si se me permite, como la esencia de Barcelona, la verdad. Si bien no potenciados al máximo en sus posibilidades, la mayoría eran variopintos, cocinados por la vida y servidos sin adornos ni pretensiones, tal cual. Quiero decir, que era muy agradable fumar unos porros con ellos y dejar fluir la buena conversación o, en caso de demasiado de lo primero (porros), dejar fluir unas buenas tonterías. Me gustaban esas noches, se echan en falta. Las menos creativas nos dedicábamos a ver vídeos freaks al objeto de imitarlos nosotros en un vídeo posterior (es decir, más freak que lo freak) y cuando nos daba el bajón no dudábamos en abrir sacos, porque eran sacos, de toda suerte de palomitas, gusanitos, patatas, variados, galletas, galletas saladas, chocolate… y en fin, cualquier cosa que nos tapara el agujero del estómago y no pudiera considerarse sana. Y esas noches, aunque no te movieras de casa, pues molaban, y se echan de menos.
Se echa en falta también, esos fines de semana o noches entresemana (que es cuando más tiempo estábamos juntos) y descubríamos series frikis pero guays a las que engancharnos, siendo la más célebre y, POSTERIORMENTE, conocida por todo el mundo the big bang theory. No sé, saber que una noche cualquiera, cualquiera, podías ir a tu casa en Gracia y comerte una pizza con el huevo característico en medio mientras te partes con el último apm o big bang, pues molaba, y mucho, y se echa de menos. O esperar los sábados y domingos a las tres de la tarde (que para nosotros era recién levantados) y vernos un padre de familia o un futurama o un me llamo earl en el sofá, molaba. O pillar un dvd de la biblioteca para tragarnos entera una seria absolutamente BRUTAL como the young ones, lo molaba todo. Ésa era la esencia, joder. Esos días “perdidos”, esos días “tirados”, sin hacer nada más que levantarte y echarte al sofá (que era incómodo como su puta madre, pero con encanto) a fumar como cerdos mientras dejas a la serie que te haga reír y luego rememorar los momentos más absurdos, eso es de lo que os estoy hablando. Y luego hacer esos paseos o esas partidas de ajedrez que os explicaba antes. Eso es, para mí, Gracia.
O cuando nos dio por el ping-pong, y nos sabíamos de memoria la situación exacta de todas las mesas disponibles en tres quilómetros a la redonda, la gente que las solía frecuentar, y sus horarios, con lo que prácticamente establecíamos un planning para ir de mesa en mesa sin que nos molestaran demasiado. Cualquier rato muerto era bueno para practicar ping-pong, y si pese a nuestras predicciones había alguien jugando, los retábamos y lo pasábamos el doble de bien. O llamábamos a Cristian y, después de hacer una birra en un bar cutre (esta vez de Sants), nos echábamos ese ping-pong en una plaza cerca de su casa con su compañero de piso. Una plaza que, vale la pena decirlo, resultaba bastante surrealista, sobre todo las dos primeras veces que fuimos y no la conocíamos, porque en ella se juntaban quinquis con perros rabiosos sueltos, sudacas reggaetoneros, gente que chillaba e iba y venía sin venir a cuento y unos pequeños bastardos de no más de diez años que la liaban a muerte con unos cartones, unos patines y mucha velocidad (con estos datos, calcúlese la actividad que llevaban a cabo) comandados por un niño mulatito que era clavado al hijo de Earl. En serio. Qué locura de plaza, y aún así era de nuestras mesas pinponeras predilectas y lo bueno es que todo el mundo pasaba de ella a saco así que siempre estaba libre. Lo malo es que estaba abollada por varios sitios porque parecía que bailaban con tacones en ella o algo por el estilo, así que ganar o perder era más bien cuestión de suerte, y además no se veía una mierda. Pese a que ésta era particularmente divertida, yo prefería las plazas de mi barrio, más tranquilas, con ese encanto bohemio, donde lo máximo que te podías encontrar era algún paki extraviado vendiendo rosas o unos italianos pidiéndote droga. Había una mesa muy cerca de casa en un gran parque de tierra, pero estaba fatal y tenías que sortear las mierdas de perro al jugar, así que no podías hacer movimientos muy bruscos ni rápidos, y la habías cagado si se te caía una pelota porque los perros del parque no solían perdonar y te la destrozaban. A Anatma esa mesa no le gustaba mucho. La del parque Güell era muy agradable, pero imposible jugar en ella porque estaba hecha polvo, allí mejor era un ajedrez en un banco, lo malo es que como nosotros siempre llegábamos tarde y yo soy lento jugando, perdíamos la luz natural y al no haber farolas las pasábamos putas para mover una ficha, casi tenías que intuir cuál era, con lo cual hacer trampas era muy sencillo y encontrar una pieza que se te había caído jodidamente difícil. Los dos preferíamos la mesa que hay en la Plaça Nord, donde también hay muchos niños y perros sueltos y un teatro donde no dejan de salir jóvenes, pero se está tranquilo. Lo malo de ahí es que la fuente estaba rota, y la pista (que estaba en la tierra) inundada de agua, así que siempre que íbamos antes de jugar nos las teníamos que apañar con cartones de la basura para allanar el terreno y no llenarnos de barro, si pasaran Callejeros en ese momento hubiesen sacado mucho jugo al reportaje. En esa mesa nos batíamos durante dos o tres juegos en serio (solía estar muy igualado) y el resto lo pasábamos peloteando suavemente mientras nos contábamos la vida. Muy edificante. Llegamos a enganchar a Noe a nuestros partidos (así como al crash, todas las series, los juegos de mesa, apm… en fin, de todo. Aunque nunca se aficionó al Master Mind, eso sí). Llegó un punto que nos dio tan fuerte por el ping-pong que entresemana, cuando Noe salía de trabajar que eran cerca de las doce de la noche la recogíamos Anatma y yo en coche y nos íbamos los tres a Montjuic, a un pequeño parque cerca del Sant Jordi donde hay un par de mesas y una cancha de baloncesto. Allí cenábamos (estoy hablando de cenar con guantes y abrigo) encima de la misma mesa de ping-pong y cuando acabábamos echábamos el partido, tal cual. El tercero jugaba solo a basket con una pequeña pelota. Como críos. Además era un buen lugar porque, por mucho que te desgañitases chillando con todas tus fuerzas (y Noe y yo nos podemos desgañitar mucho, mucho) nadie te molestaba ni te decía nada porque claro, no hay vecinos. Luego nos volvíamos de madrugada y tan contentos. Buenos pinpones nos echamos. Una tarde incluso subimos Anatma y yo solos por Montjuic y descubrimos cosas como el campo de rugby donde puedes ver jugar gratis (a rugby, claro), caballos paseando por ahí o los ultras del español que, el día que hay partido, hacen botellón en las mismas mesas donde nosotros acudíamos de madrugada entresemana, y al verlos allí, como íbamos con la idea de jugar entre ceja y ceja pero nos pillaron de improvisto pensamos “qué, jugamos igualmente? pues con dos cojones””, y mientras a tres metros bebían como animales y se drogaban con frenesí nosotros nos pusimos a jugar a ping-pong tan tranquilamente. Finalmente la jugada nos salió bien, porque todos los brigadas (blanquiazules) se vinieron a nuestra mesa y echamos torneos de siete puntos, mientras nosotros no jugábamos nos daban porros por acabar y porros enteros, así que nos hicimos coleguitas del alma. Lo negativo fue que como iban bastante pasados entre unos y otros les daban unos palazos de miedo a la mesa, y estuvieron a punto de cargarse las palas, pero bueno. Esas cosas son las que se echan de menos. O pasear por unas plazas, parques y avenidas justo al lado de esas mesas en Montjuic, debajo de la torre telefónica, por una especie de ciudad del futuro abandonada. Me flipa esa zona, te lo digo.
Echo de menos hasta el curro de Noe, que era una residencia de erasmus y cada vez que iba, no te exagero, sufría porque era como un maldito desfile: hoy de italianas despampanantes, otro de francesitas recatadas, luego holandesas más altas que tú, inglesas desmadradas… un festival. Anatma y yo nos llegamos a familiarizar con los seguratas de la resi, bastante característicos también, unos porque utilizaban frases del apm y otros porque parecían salidos de callejeros edición especial. Al final los pobres fueron ellos los que se tuvieron que acostumbrar a nosotros, porque más de una noche de fiesta por el barrio nos pasamos por allí para ir al lavabo, porque somos gente cívica y no queríamos hacerlo en la calle, así que ya te ves a Noe diciéndole al segurata de turno “no, son amigos míos”, y tres o cuatro tíos turnándose para mear. O una noche en la que se nos acabó la bebida y para seguir la fiesta fuimos a desmantelar lo que pillamos a la residencia, que fueron un par de cervezas, una botella medio vacía de nosequé y algo para picar. Genial estación de auto-servicio el curro de Noe, lo echo de menos.
Aunque, probablemente, lo que más eche de menos del barrio y la independencia perdida es la proximidad de entrada a los agujeros negros, que, básicamente, son ese conjunto de situaciones cuando menos inverosímiles, surrealistas, a las que uno se ve arrastrado durante sus escarceos noctámbulos y que cuestan de creer al día siguiente. Esas historias que perduran y cuestan de contar (y que te crean), vaya. Pues Gracia era un portal magnífico donde nunca sabías cuando podías entrar en uno de estos agujeros. Uno de los más célebres (y tampoco lo voy a contar entero) fue cuando Raúl y yo nos quedamos a escuchar un profesor de la uni pinchar en un bar cerca de plaza de la virreina, que por cierto iba súper pasado y creemos le tiró los tejos a Raulinho (teoría que luego resultó ser falsa). Al salir del bar ya llevábamos nuestras cuantas birras y porros, así que por supuesto hizo su aparición esperada el hambre. Otra de las ventajas de Gracia (y de las que sólo pueden presumir tres barrios más en toda BCN) son los pakis, con sus paki-birras y sus paki-samosas; así que lo tuvimos fácil y atacamos con delectación el señor de las samosas. Pues en estas que se cruzaron en nuestro camino una de las mujeres más lindas que he visto en mi vida y una artista mexicana y, por aquellas cosas, nos sentamos los cuatro a disfrutar nuestras samosas y cervezas en un banco de plaza del sol. Juntos, desarrollamos nuestra brillante filosofía de la paki-vida y mil cosas más, la cuestión es que no recuerdo haberme reído tanto en mucho tiempo. Además la chica mexicana no dejaba de hacerse porros de maría sin tabaco y nosotros de chocolate (con lo que empezábamos a ver a los pakis de colores), y era imposible apartar la vista de la otra chica. Una conversación muy agradable que duró horas y se vio varias veces interrumpida por tíos que venían a pedirnos droga, un paki que empezó a acosar a la chica preciosa y, atención, un tío que merece comentario a parte: un catalán de treinta y tantos, despeinado y con cara de acabar de salir de minas morgul, que se acerca y nos pregunta “oye, tal, vosotros queréis un gramito de coca? Es que me lo han enchufado o no sé qué y yo no lo quiero, os lo paso barato” y nosotros, no gracias, vamos servidos, y salta el tío “vale, pues entonces si queréis os leo el futuro”… aquí ya empezamos a flipar de la ostia, os podéis imaginar; pero el tema es que el cabrón, efectivamente, saca una mini-baraja de cartas del tarot y empieza a leerle el futuro al Raulinho, encima del banco, tal cual (por cierto, no dio una). Memorable. Entenderéis que, noches de éstas, se echan mucho de menos.
Vaya! O puestos a hablar de noches memorables y agujeros negros es ineludible la ya mítica noche en que una valiente compañera de clase decidió acometer la imprevisible aventura de acompañarnos a Noe, Anatma y a mí en una fiesta por Gracia. Todo señalaba a que iba a ser una noche tranquilita, sin movimiento excesivo, pues el plan era echar unas paki-birras en cualquier plaza agradable del barrio, nada de bares, pubs ni clubs. Como así fue. Al menos, el principio… todo empezó con una ronda larguísima de chistes malísimos por parte de Anatma y mía para intentar hacer reír a las mujeres en plaza del diamante con nuestras latas de birra. En gran parte lo conseguimos, pero lo que consiguieron también fue poner nerviosas a las damas un grupo de no menos de cuatro o cinco pakis que se cerraron, literalmente, en círculo alrededor nuestro y no dejaban de mirarlas. Para no liarla mucho (pues son una puta mafia), trasladamos la diversión a la virreina (donde suele haber más movimiento y personajes pintorescos), y efectivamente nos topamos, primero con un par de punkis de no menos de cincuenta años con imperdibles incrustados en las cejas puestos por ellos mismos a modo de piercings (dato verídico), así que calculad el resto del punki; parecían la respuesta a “qué hubiese pasado con los yonkis de trainspotting treinta años después si se hubieran continuado drogando y venido a vivir a Barcelona”. La verdad es que te hablaban y te daba miedo que te contagiasen algo, así que imagínate cuando se presentaron formalmente y les dieron dos besos a Noe y Cris, les contagiaron los sietes males, mínimo (Anatma manifestó no volver a besarla hasta que se hubiese lavado la cara con lejía). Y, al librarnos de ellos, un italiano borracho pretendió ligar con las damas felicitando a sus acompañantes (es decir, nosotros) por nuestro gusto. El tío nada menos que se lió a cantar y otro de sus colegas a tocar la guitarra, y quería ligárselas diciendo que era el camarero del bar de la plaza virreina y que nos invitaba al día siguiente a lo que quisiéramos. Lo tomamos bastante a coña pero resultó que el cabrón decía la verdad y curraba allí, aunque nunca llegamos a hacerle cumplir la promesa. Después de eso volvimos a casa, donde buscamos como locos alguna excusa para continuar la fiesta y la encontramos en unas mini-botellitas de licor que mi hermano chorizaba del aeropuerto cuando curraba allí. Había de todo, j&b, cacique, vodka… pero en miniatura. Como no teníamos nada con qué combinarlas, nos las bebimos a palo seco. Ahí dio comienzo la segunda parte de la noche, donde empezamos (nadie sabe por qué) hablando, o mejor sería decir, despotricando a dúo Anatma y yo sobre JHAAAAAN (nuestro padre y señor del universo), cuyas “andanzas” siempre dan mucho juego y sorprendían a Noe y divertían a Cris; eso nos llevó al menos un par de horas, Noe se rindió y marchó a dormir, nosotros le dimos la bienvenida al sol cerrando las cortinas y disfrutando de la fluida conversación que manaba de los porros y el alcohol. Aquella noche pasó algo que nunca había experimentado, y que es el beber por beber. Me explico: siempre había pensado que uno bebía pues por algo, no? para colocarse, desinhibirse, sentirse más contento, olvidar las penas… Pues no, aquella noche los tres bebíamos por un motivo: por nada. Simplemente habíamos estado bebiendo toda la noche y nos apetecía continuar, sin más, como así hicimos. Bebimos y bebimos más a gusto que nada y las botellitas vacías se iban acumulando pero ya abríamos otra, y llegaba la hora de desayunar y teníamos hambre pero preferíamos disfrutar del momento y seguir bebiendo, y más tarde se hizo mediodía y el sol picaba y seguimos bebiendo, y así llegó la hora de comer pero pasamos de comer para seguir bebiendo. Al final tuvimos que improvisar un juego para tener alguna excusa por la que seguir bebiendo, que fue el de “yo nunca he hecho…” tal, y si lo has hecho pues tienes que darle un trago a tu copa. Con el dichoso jueguecito nos dieron las tres y media de la tarde, hora en que mi hermano decidió echar el ancla a la noche. Curiosamente, ocurre que cuando uno bebe tanto llega un punto que pasa digamos de estar en un punto máximo de embotamiento a adquirir una extraña lucidez mental, como si no hubiera bebido nada. A mí al menos me ocurrió eso, que cuando nos fuimos a la cama estaba completamente sereno, aunque mi hermano y Cris no manifestaron lo mismo (Anatma acabó en el hospital al día siguiente, pubret)… Ese beber sin sentido, esas situaciones videofluoroscópicas y esos agujeros negros se echan de menos en la vida de uno.
O cuando, en verano, nos metimos a un bar la chica mexicana (sí, la de antes) y yo para contarnos la vida y se nos unieron una chica sudamericana, un francés experto en marihuana y un senegalés que me ofreció su piso en Colonia y un tour en París y al final, entre unas cosas y otras, me coloqué tanto (ha sido la vez que más, a ver si os vais a pensar ahora que voy por ahí perdiendo el control) que tuve que volverme en taxi. Esa tarde también la echo de menos.
Y a parte de esas situaciones concretas, digamos, uno llega a echar de menos las nimiedades más banales, en el sentido global. Es decir, a mí me llenaba cualquier tontería del tipo llegar en coche y tener que irme hasta el hospital quirón (en la quinta ostia) para aparcar, o ver los carteles con nombres de Gracia, o pasar cada día por plaza lesseps, o subir siempre por príncipe de astúrias al volver de la uni, por delante de los cines y del asador, esos pequeños detalles que no nos entretenemos en valorar, pero que son los que más me llenaban y echo de menos. Sobretodo sobretodo, uno que no le conté a nadie y es el que más me gustaba, era salir, antes de irme a dormir cuando Noe y mi hermano ya estaban acostados, al balcón a echar las últimas caladas, y miraba a la izquierda y veía toda Gracia hacia abajo, y el resto de Barcelona detrás, enfrente y debajo la plaça lesseps y vallcarca, y a la derecha el Tibidabo, iluminado, como un castillo flotante en mitad del cielo. Y yo cerraba los ojos y disfrutaba del frío en las manos y el ruido de los coches, y le contaba secretos a la luna que nunca te diré.

Todo eso, y mil historias más, es lo que cruzó por mi mente la primera noche de este año 2010, cuando dejé a Anatma y Noe camino hacia la India en el aeropuerto y, volviendo a casa, me paré delante del que fue mi portal en Gracia a echar el último piti y recordar el barrio, recordar ese último año de mi vida que es lo que os acabo de narrar y mi independencia perdida. Para que luego digan que es fácil volver a casa; porque siento que este sitio no me pertenece. Porque de las vueltas que he dado en la vida hasta ahora, si tuviera que señalar un lugar como “hogar”, ése sería sin duda Gracia. Porque somos Gracia.

El Rapsoda de la ignorancia

4 comentarios:

  1. Me recuerdas a Ulises, tío. Espero que no pasen 20 años hasta que vuelvas al hogar. Pero entre tanto solo te puedo decir que disfrutes del viaje de vuelta y no lo vivas con demasiada angustia

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  2. por cierto te he imaginado montado sobre un caballo desbocado cual cowboy solitario llamado jhanisaacarlos en el far west y armado con una winchester sin balas (muy buena la metáfora).

    I. O. (el mismo de antes)

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  3. Brillante, señor. Me ha gustado mucho, y lo digo sin adornos y sin florituras. Vuelve, vete, libérate, lárgate y vive.

    No soy I.O.

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  4. Gracias por vuestros consejos (procuraré seguirlos tan bien como pueda), pensé que no os lo leeríais. Igualmente, sólo es un año más en la vida de una persona, y pese a que haya sido de los mejores (eso solo se valora con perspectiva), tienen que venir muchos más y en otros muchos lugares, si todo acompaña.
    Atrás se quedan muchas otras historias por contar, como la compañía de la chica de clase y vecina a dos bloques y sus fiestas mallorquinas, la atípica noche de san juan y el re-descubrimiento de la plaza miró, la mañana que al volver de fiesta en tren amanecí en l'hospitalet (y decidí dar un paseo), o el flipado mental que nos regalaba porcioncitas de hachís por el puro placer de vernos a mi hermano y a mí buscándolas por el suelo como los niños buscan los caramelos el día de reyes.
    Más que nunca la entrada queda dedicada a él y Noe, una parte significativa cuya reciente ruptura duele casi más que una propia. Por el camino que os lleve la vida, que lo disfrutéis.

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