Pierdo mi vista delirada en el horizonte,
buscando tu rostro perdido entre la multitud.
¿Dónde estás mi enamorada
de dorados cabellos tintados?
Te llamaban Luna, Señora de Hombres,
desprendida y dulcemente cariñosa,
tu inteligencia superaba a la de Helena, perdición de reinos.
Los más nobles y francos varones
lloraban lagrimones por tu amor
sabedores de tu abnegada entrega,
generosa y graciosa como eras
tú les correspondías con poco,
enseñándoles la virtud de la paciencia.
Los viles lobos a los que diste de comer
se hartaron de esperar tus promesas de paraíso.
En aquel traicionero bosque
donde solías recoger margaritas y claveles
y cantabas aquella pícara canción
mientras tus bellas facciones al sol
deleitaban a la misma Venus de Chipre,
te comieron a crueles mordiscos.
¡Oh!, cuán lacerante es el dolor del vacío
que ha dejado tu pérdida en mi corazón
y en el de todos los hombres solitarios
que a la más amorosa de las damas
fueron en busca del calor y el amparo
que al más fuerte y rico prometías.
Mi tierna y letrada caperucita,
yo también te fallé al deshonrarte
con mi indiferencia y mi ausencia
en lugar de vengarte de las bestias mordaces
que te dejaron tirada en aquel coto de caza.
Descansa ahora, mi querida niña,
junto a tantas otras damas maltratadas
cuya historia nos entristece,
como la apasionada Medea
y la encantadora Morgana,
y junto a los más caballerosos hombres
que amaron con veneración a sus mujeres,
como el astuto Ulises y el divino Zeus.
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