El Chico de Estanyo llegó a un lugar que le resultaba vagamente familiar, aunque no lo supo identificar. Delante, Don Pimpon y él encontraron una puerta flotante. El pomo parecía seguir cierta filosofía oriental: estaba, pero no perturbaba, no perturbaba, pero no se movía. El pomo preguntó con voz de mimo al Chico de Estanyo:
- Quiénes somos?
- Somos lo que nos da sentido.
- Por qué estamos?
- Estamos porque llegamos.
- Adónde vamos?
- Vamos a donde nos dirigimos.
La extraña puerta austeramente decorada se abrió, aunque ahora el pomo mostró su verdadero rostro (una tez cuadrada pero afable, rigurosa, comprensiva y con el aspecto del que lleva mucho tiempo en el mismo lugar) y preguntó una vez más a la estrambótica pareja visitante, aunque ahora desde la curiosidad personal:
- Y a dónde te diriges tú, chico de chapa?
- Quiero cruzar el gran puente invisible. Estoy buscando mis manos.
El Chico de Estanyo y su acompañante Don Pimpon cruzaron el templado umbral en el que nada los detenía y se adentraron en un patio de columnas bajas flotantes con hiedra en sus capiteles, ignorando las últimas palabras del pomo:
- Pues aquí no vas a encontrar lo que buscas, chico; aquí no vas a encontrar nada de nada, de hecho. Lo mejor sería que…
Pero ya no lo escuchaban. En medio del espacio al que acababan de llegar no había nada; o al menos nada que pudieran apreciar. Tan sólo unas minúsculas luces flotantes del tamaño de canicas que se movían perezosamente por un espacio que se les antojaba limitado por algún campo de fuerza, o cosa por el estilo. Ellos no entendían de esas cosas.
Sin embargo, alrededor del espacio donde gravitaban las pequeñas luciérnagas verdes, encontraron una serie de personajes acomodados de pie en otras tantas minúsculas nubes que parecían sostenerlos en aquel lugar donde todo flotaba. Eran unas nubes poco habituales, de un pálido color rosa y con hebras azuladas que se enroscaban por la superficie con frenesí; bastaba que los ocupantes de las nubes se movieran un poco más de lo debido para que una parte significativa de éstas se desvaneciese para no volver, o volver muy lentamente.
A pesar de la aparente tranquilidad que pudiera reflejar tal lugar, el grupo de invitados daba rienda suelta a una verborrea aparentemente absurda de frases cruzadas que de vez en cuando se intercalaba en un pequeño nexo que hacía pensar que estaban manteniendo realmente un diálogo. Pero era una ilusión: la verdad es que todo el mundo soltaba la suya sin apenas echar cuentas de la perorata del resto.
Situado en una gran nube cuyas hebras azules alcanzaban la altura prácticamente del lomo, un can prosopopéyico ladraba a los visitantes:
- No soy Platón! No soy Platón!
Delante de él, al otro extremo, un hombre barbudo con sombrero ajado les regalaba la mejor de sus sonrisas mientras fumaba apaciblemente una pipa cuyo humo, sin que se diese cuenta, provenía de su propia nube y por tanto menguaba paulatinamente el tamaño de ésta.
También encontraron un manco trilero, un cíclope bizco y una mujer con medias negras y peineta que tan sólo se dedicaba a contar meticulosamente los carraspeos de los dialogantes que la acompañaban en una libretita, escribiendo una cruz al lado de cada nombre en su cuaderno con unos movimientos ágiles y graciosos del bolígrafo.
Don Pimpon quiso parar a charlar un poco con alguno de aquellos sugestivos personajes, pero prefirió mantenerse fiel a su amigo y acompañarlo hasta el fondo de tan estrafalaria escena. Allí encontraron una inmensa balanza profusamente ornamentada con tres platillos dorados unidos por cadenas de cristal. La balanza se situaba en la cabecera de la mesa del lugar, si hubiese habido mesa, aunque sí era desde luego lo que más reclamaba la atención por su tamaño, estilo y dominancia que ejercía sobre el resto. A pesar de ello, los comensales no parecían prestarle atención en absoluto, y aún menos a la aburrida mujer que agotaba la superficie de uno de los platillos, el que estaba más arriba de los tres. El platillo dorado opuesto estaba inclinado casi totalmente hacia abajo, aunque nada contenía que hiciese sospechar su peso y su marcada inclinación. El tercer platillo era como si flotara entre los otros dos, no se inclinaba por ninguno de sus hermanos pero tampoco estaba estático; era como si se hubiese desvinculado.
La mujer estirada plácidamente en el primer y más alto platillo parecía ajena al inusual banquete y hacía caso omiso a ninguno de sus invitados. Una pierna le colgaba despreocupadamente por el borde del mismo platillo. Vestía de una manera muy extraña, más que cualquiera de los comensales, y parecía la carta del tres de picas. A juzgar por el platillo opuesto de la balanza, el Chico de Estanyo pensó que la mujer no debía pesar más de un gramo.
Se acercó a preguntar seguido de Don Pimpon, aunque fue ella la que habló primero:
- Me llamo Judit. Soy organizadora del banquete.
- Lo sé. Te he estado buscando.
- Quién eres? Hacía mucho tiempo que no te veía por aquí.
- Yo he estado aquí? No lo recuerdo…
- Yo tampoco. Los dos éramos diferentes. Además, por aquí pasa tanta gente…
- Me lo imagino. Pero…
- Por qué?- le cortó Judit
- Bueno, no lo sé; pero…
- Oye, tu amigo no habla?- le volvió a interrumpir.
- No-. respondió Don Pimpon
- Ya veo… - señaló Judit desganademente. Echó un momento la mirada al cielo como si aguantar a aquella gente fuera lo más aburrido, o lo más irritante que pudiera haber en el mundo. – Quién eres, hombre?- preguntó a Don Pimpon
- No-. respondió éste
- Oye, sólo sabes decir no?
- No.
Ahora fue el Chico de Estanyo quien interrumpió la espontánea conversación de la pareja:
- Mira, sólo sabe decir no. Perdona, necesito preguntarte algo.
- De dónde has sacado eso? Es algún tipo de “arreglo” o algo?- preguntó sin mirar al chico. Se refería a sus pinzas.
- Precisamente sobre eso quería preguntarte. Estoy buscando mis manos.
- Qué?- Judit no lo escuchaba. Los comensales habían subido el tono de voz una vez perdido el interés en los recién llegados y el barullo era considerable.
- Que estoy buscando mis manos!
El perro ladró más fuerte (“No soy Platón!”) mirándolos directamente e incluso el templado hombre de sombrero ajado que fumaba en pipa se puso a platicar animadamente con un hombre a su lado cuyo finísimo bigote era tan largo que se enroscaba varias veces alrededor de su cuerpo, sirviéndole de ropa.
- Que estás buscando qué? No te escucho, grita más!- pidió Judit desde la altura de su platillo de lo más irritada.
- Mis manos! MA-NOS!
- Ah! Tus manos. Aquí no las encontrarás. Márchate pronto o se pondrán tan nerviosos que acabarán todos sin nube.
Pero el Chico de Estanyo no había viajado miles de kilómetros y agotadoras jornadas para nada. Ni se movió del sitio ni se dio por vencido. Pese a su preocupación, siempre sabía cuando iba a conseguir algo, y su instinto no le había fallado nunca.
- No espero encontrarlas aquí!- dijo gritando por encima de la algarabía para hacerse entender.- Un hombre me dijo que te preguntara!! Que me indicarías el camino al gran puente invisible!
- Quién?!
- Un hombre!
- Quién!?!
- Un hombre-e-e! No importa cómo se llamara! En el Ciberlaberinto.
Como si alguien hubiera quitado la voz a través de un mando automático, la sala quedó muda nada más acabar el Chico de Estanyo su frase. Ni siquiera la había dicho gritando, pero bastaron esas pocas palabras para finalizar la bullanga y captar la atención de todos los comensales (incluida la mujer que anotaba los carraspeos, que levantó la vista de su libreta) y Judit, que por vez primera dirigía la mirada a las complicadas gafas que lucía el chico.
- Vienes del Ciberlaberinto?
- Eso es.
- Por el amor del cielo, chico, qué se te perdió allí?- los invitados seguían con interés supino ahora el diálogo, y sus nubes dejaron de perder consistencia por un momento.
- Eso ahora no viene al caso. He perdido mis manos – elevó las pinzas herrumbrosas que lucía como extremidades para que Judit las viera – y quiero recuperarlas. Hablé con un hombre en el Ciberlaberinto y me dijo que tú podías ayudarme. Estoy buscando el gran puente invisible para cruzarlo.
Viendo la tensión que había creado involuntariamente y que la escena había adquirido un cierto cariz civilizado, dijo:
- Me podrías ayudar? Por favor.
Pero ahora Judit se interesó más por el chico que por su historia, y no pudo evitar una ráfaga de preguntas:
- Por qué llevas pinzas?
- No las llevo. Son mías pero quiero recuperar mis manos. Con esto…
- Y esas gafas?
- Sólo puedo ver a través de ellas.
- Por qué emiten luces azules que se mueven?
- El color refleja mi estado de ánimo.
- Los cristales son oscuros.
- Sí. Eso es porque…
- De qué material están hechos?
- La verdad que…
- Por qué tienes una tapa de basura en la espalda?
- No es una tapa. O sí, no lo sé. Hace tiempo que me creció y no me la puedo quitar…
- Por eso andas inclinado?
- Sí…
- Me gusta tu pelo rubio.
- Gracias.
- Cómo consigues el peinado?
- Basta!! Basta. No sé, vale? No sé. Por favor, Judit, no tengo mucho tiempo que perder. Como has podido ver la tapa hace que cada vez ande más inclinado y me cueste más caminar; las pinzas crecen y su color metálico oxidado aumenta día a día; el pelo brilla menos y las gafas casi nunca emiten colores vivos. Quieres saber más de mí? Está bien: ayúdame y te prometo que cuando recupere mis manos te visitaré y charlaré contigo tanto como gustes. Te parece bien?- Judit lo miraba con una mezcla en la mirada como de agravio y simpatía, caso de que tal mirada pueda ser compuesta. El chico volvió a preguntar dado el mutis de su interlocutora – Sí? Te parece bien? Eh?
Los comensales aguardaban con impaciencia sin hacer ni un gesto en sus nubes. Habían seguido la conversación con fervor.
- Para llegar al gran puente invisible, primero debes pasar por el Reino de Nada. Allí hallarás el camino.
- Gracias, Judit. Gracias.- Ya había conseguido la información que quería pero esta vez fue él quien se quedó con la duda- Por cierto… quién son toda esta gente tan extraña?
- Son mis comensales.
- Ah! Sí?- el Chico de Estanyo se había quedado un momento pensativo. Algo no le cuadraba.- Y qué comen?
- Ego.
Visto que el Chico de Estanyo y Don Pimpon daban por terminada la conversación y se daban la vuelta, los invitados retomaron de nuevo sus filípicas absurdas, aunque el tiempo en la sala empezaba a cambiar y una fina lluvia comenzaba a deshacer las nubes de los invitados y a empaparlos a todos menos al chico y su acompañante, que ya se dirigían a la salida mientras Judit volvía a mirar al cielo, ahora pensativa, su silueta recortada contra los nubarrones que se avecinaban.
El Chico de Estanyo pasó al lado de varios comensales mientras volvía por el camino que había tomado al venir, con Don Pimpon a muy pocos pasos detrás suyo. Éste le dirigió una mirada y, aunque Don Pimpon no hablaba, el chico sabía interpretarla:
- Qué caprichosa esta Judit!- le comentó en un susurro amistoso- No es muy simpática, eh?
- No… - dijo Don Pimpon.
Cuando ya se alejaban pasaron al lado del perro que no había dejado de ladrarles desde que entraron, y como para dar fe de ello, los siguió con una mirada amenazante y aumentó el volumen de sus ladridos cuando el Chico de Estanyo pasó a su lado sin mirarle:
- No soy Platón! Nooo soy Platón, no!!
Pero Don Pimpon, de alma candorosa, siempre paraba a calmar los extraviados, y se le acercó sin miedo al minúsculo reducto que le restaba al can debido a su excesivo movimiento y le acarició sin miedo la cabeza peluda. El perro al principio desconfió, pero enseguida se dejó hacer. Don Pimpon tenía ese don. Lo tranquilizó y enseguida no sólo dejó de ladrar, sino que se arrimó a él para que le siguiera acariciando.
- Vamos, Don Pimpon!- le llamaba el Chico de Estanyo ya casi desde la puerta.
Don Pimpon dejó a su nuevo amigo, que apenas podía menearse en su nube, y se dirigió corriendo con su compañero de viaje. El perro lloraba ahora lastimeramente:
- La teoría del mundo de las ideas era correcta! Era correcta… Pero yo no soy Platón…
Las nubes negras que habían aparecido por el flanco de Judit cubrían ahora toda la sala y descargaban su furia en forma de lluvia insistente sobre los comensales, que miraban en derredor curiosos, inconscientes de que el agua destruía las porciones que les restaban de nube y los precipitaba al vacío. Las columnas perdían color, se torcían y se agrietaban. Las pequeñas luces verdes que antes gravitaban vivamente en el espacio central se habían apagado. Judit yacía apoyada en su plato de la balanza dorada, al fondo, empapada y pensativa. Su platillo había bajado algunos palmos y el contrario había subido levemente. El banquete había acabado.
(I)
El Rapsoda de la ignorancia