Ayer martes salía de mi casa después de comer dispuesto a coger el autobús para partir hacia la biblioteca que se encuentra en el centro de mi ciudad. Cuando me estaba acercando se cruzó en mi camino una joven de extremada elegancia, con un cabello largo, castaño y rizado, camiseta amarilla, botas negras y altas y tejanos ajustados azul descolorido, cuyos apretados y apetitosos glúteos pronosticaban, aun sin yo saberlo, una ardúa e hipnótica competición. En ese mismo momento, pasó por mi lado el autobús que debía coger y me lancé a la carrera, pero por un par de segundos no llegué a tiempo. Entonces llegó ella a la parada del autobús tranquilamente, sin haberse dejado el aliento en el proceso como yo, y tras observar el panel electrónico y apercibirse que el siguiente autobús aun tardaría casi diez minutos en llegar se detuvo a reflexionar. En circunstancias normales yo ya habría partido andando hacia el centro, pero su presencia me retenía poderosamente. Ella, la desconocida y la reconocida, no sentía obviamente lo mismo, y se fue. Tras unos segundos en los que me pregunté estúpidamente si me iba detrás de ella por seguirla o por ir a la biblioteca, decidí ir detrás suyo, puesto que nuestros caminos coincidían, y para convencerme de que no era un acosador me dispuse a tomar la ruta que habría tomado habitualmente si no me la hubiese encontrado, es decir, la más corta.
Al detenerse ella en el semáforo yo pude alcanzarla y hasta adelantarla. Pero cuando ya creía que toda esta infantil historia se había acabado al meterme por un solitario callejón, ella me volvió a adelantar. Cada uno avanzaba enérgicamente por una acera distinta pero me llevaba cierta ventaja. Empezaron a dolerme los gemelos por la velocidad a los que los hacía trabajar. En el divertidísimo juego ella se me cruzó velozmente y me lanzó una mirada pícara de reojo que yo no acerté a devolver a tiempo. No estaba dispuesto a salir derrotado así que aceleré el paso y volviéndome a cruzar la adelanté dando todo lo que podía de mi. Tanto fue así que para cuando quise darme cuenta había desaparecido y me detuve en otra parada del autobús para buscarla sin éxito. Abandonada toda esperanza continué, esta vez a paso calmado, hasta mi destino cuando de improviso la vi aparecer diez metros por delante mío y echando la mirada atrás, y su melena saltarina al viento, jugaron nuestras miradas coquetas un par de segundos inmortales para luego desaparecer.
La maravilla de vivir se encuentra en la banal y colectiva experiencia cotidiana transgredida por la ilimitada fantasía individual.
Fénix fantástico
Que relato tan bueno, tío! M'ha molao que te cagas! 10/10!!!
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