La amistad es nuestra religión; Nadie, nuestro Dios; y la ignorancia, nuestro templo. Bienvenidos.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Feliz cumpleaños

Era el día de mi cumpleaños. Me encontraba al principio de mi calle, la de toda la vida, junto con un nutrido grupo de gente, en la misma acera, entre un edificio semi-abandonado y un banco metálico. Pese al jolgorio general, el tiempo no acompañaba demasiado, hacía un día gris, encapotado, grisucho, tapado, y casi todo el mundo vestía manga larga.
Yo mismo no dejaba de sorprenderme de la cantidad de gente que había acudido: compañeros de colegios antiguos, y más antiguos aún, gente “mayor” a la que tenía un especial aprecio, ex profesores, amigos del teatro… y me paseaba entre los diferentes grupos sin poder disimular una gran sonrisa, intercambiando saludos con personas a las que, igual, apenas recordaba. ¿Cómo se habrían puesto de acuerdo para encontrarse en ese sitio y a esa hora gente tan dispar?
Pero una de las sorpresas que más ilusión me hizo fue encontrarme con Andrea, una chica muy linda a la que le había ido detrás por más de seis meses, hacía algún tiempo ya, pero que habíamos pasado de quedar casi a diario a hacer prácticamente tres meses que no nos veíamos. Ella nunca admitió ni un poco de atracción hacia mí, pero sé que eso no es totalmente cierto, porque en las distancias cortas eso se nota, y a ella lo que le pasaba es que en el fondo tenía personalidad de tío, que rehuía el compromiso. O quizás no era exactamente eso… porque al verla, me alegré bastante y le di un beso rozándole la comisura de los labios, para destapar definitivamente el tarro de las esencias en ese día que me iba a costar de olvidar, pero ella hizo un gesto, contrariada, y sacudió la cabeza en señal de “no”; acto seguido me enseñó su mano, que estaba entrelazada a otra, y seguí esa pista hasta dar a parar con otra chica, Laura, que era una amiga de las de toda la vida de Andrea y a la que había visto un par de veces.
-Así que vosotras… estáis saliendo.
-Sí- me respondió naturalmente Andrea-. Hace tiempo. Lo que pasa que hace mucho que no nos vemos.
-Ya…
Andrea se había colocado un piercing. En la boca. Blanco. Una minúscula bola blanca. Le quedaba bonito. Y un poco raro.
Vaya, así que otra “ex novieta” (si es que se le podía llamar así) que se había convertido al lesbianismo… Andrea se sumaba pues a una lista que empezaba ya a preocuparme. Sin embargo, seguía estando alegre, porque veía que los diferentes grupos de ámbitos heterogéneos empezaban a hablar y congeniar entre sí, y supongo que eso siempre gusta. Me desplazó de mis pensamientos una voz que me gritaba desde el otro lado de la calle, donde aún había más gente que no había visto, y me encaminé hacia allí. Sin darme tiempo a saludar, alguien (de la familia, creo) me obsequió con un gran, gran puñado de globos grandes, multicolores, todos redondos, todos parecidos, pero ninguno igual; los había rojos, verdes, azules, amarillos, del barça, decorados con conejos de pascua, con motivos navideños, con dibujos infantiles, algunos con purpurina, otros sobrios, otros desenfadados, lisos, pero todos del mismo tamaño, todos unidos por una cuerda que ahora sujetaba, por lo menos cien. El regalo me gustó y me desconcertó, tanto que ni reparé en una especie de caseta que había montada en esa acera. Supongo que los demás me vieron la confusión porque alguien me animó:
-Úsalo!
Pues claro! Di un pequeño salto, y me desplacé un par de metros en el aire, ¡vaya, qué sensación! Ahora cogí un poco de carrerilla y salté con fuerza: me moví más metros, pero no hacia la dirección deseada, los globos costaban de controlar, pero ¡el estómago se me encogía! Igual que cuando estás enamorado o en la bajada de una montaña rusa. Supongo que mi cara era un perfecto reflejo de lo que sentía, porque los demás me sonreían y me animaban a ir más lejos. Les agradecí calladamente el regalo a la vez que orientaba los globos hacia donde quería dirigirme y daba un gran salto. ¡Ésta sí, ésta era la buena! Sin apenas moverme del sitio me empecé a elevar y elevar, cinco metros, diez metros, quince, y con un impulso, más psicológico que físico, empecé a moverme hacia donde quería, por encima de la rotonda, de los coches y las carreteras. Aunque el tráfico era muy fluido, más bien escaso: parecía no haber nadie en las calles a parte de nosotros en ese día gris. Cuando ya estaba a una altura y distancia considerable del numeroso grupo de amigos y familiares una duda bastante terrible me asaltó:
-Oye!! ¿Y cómo hago cuando quiera bajar?!
-Peta los globos, peta los globos!- me gritaban
Ya claro, peta los globos sí, pero ¿cómo? No tenía ningún objeto punzante y el grupo quedaba tan lejos ya que me mareaba si miraba hacia ellos. Estaba solo, navegando en el cielo. Eso sí, la sensación del aire en la cara y de libertad absoluta eran totalmente impagables, me oprimían el pecho y me alegré de estar vivo.
Como empezaba a manejar a voluntad el “artefacto” y me sentí con confianza, decidí dirigirme hacia los límites de la ciudad, donde un cañón natural, un barranco prácticamente vertical, suponía una barrera natural entre la ciudad y una vasta superficie de tierra yerma, marrón, polvorienta. Llegué muy rápido y empecé a sobrevolar el barranco, aunque, no sabía por qué, los globos no ganaban altura y volaba demasiado bajo, así que tuve miedo de pinchar con las numerosas malas hierbas y cactus y decidí subir a la base del barranco.
Recordaba, muchas veces, cuando me enfadaba, me disgustaba, me sentía solo, triste, desgraciado, o simplemente no tenía nada mejor que hacer, me acercaba caminando hasta ese lugar, me plantaba justo en la base del barranco, contemplaba la gran superficie que separaba mi ciudad de la otra (que se veía a lo lejos, al otro lado de la tierra yerma), y me imaginaba que echaba a volar, que volaba y volaba y hacía piruetas en el aire con mis alas invisibles y dejaba el gris de la ciudad atrás, bajaba el cañón a toda velocidad y frenaba a voluntad, con la gracia de un halcón, hasta que me cansaba de jugar en el aire y cubría la distancia que me separaba de la otra ciudad, llegaba hasta ella batiendo majestuosamente las alas, como el extranjero que se sabe bienvenido, y me disponía a conocer sus gentes, sus calles, sus pequeñas historias.
Así que en ese día me disponía a cumplir mi sueño y, aunque el conjunto de globos resultaba bastante más aparatoso que unas alas invisibles, me puse en la base, como siempre, abrí los brazos y los pulmones, dejando entrar tanto aire como pude, abrazando la libertad, y ésta vez sí que di un poderoso salto que me catapultó a la conquista del cielo.
¡Volaba! ¡Volaba! ¡Estaba volando! ¡¡Sí!! Había cumplido mi sueño y el de todo humano. La felicidad que sentí en ese momento no se puede describir.
Al principio volaba bien, a voluntad, como yo siempre imaginé, pero el sueño duró poco y enseguida me di cuenta que no controlaba demasiado los globos y éstos perdían altura a velocidad preocupante, mis piernas rozando ya las malas hierbas del barranco. Finalmente aterricé bruscamente en un terreno absolutamente lleno de cactus, que se clavaban y enganchaban en cada centímetro de mis brazos y piernas. Esa caída se me hizo eterna, y las plantas me lastimaban tanto que gritaba. Cuando paré, me tuve que ir quitando cuidadosamente cada rama de cactus que se había quedado adherida a mis brazos y a mis piernas (pues me había destrozado los pantalones), y casi más dolor que el que producían las heridas en sí, me daba el ver los surcos definidos que dejaba cada pincho en mi piel, como quien se quita una tira de cera al depilarse. Cuando acabé intenté volver a despegar, pero la mayoría de los globos se habían pinchado y lo único que conseguía con mis movimientos era volver a destrozarme contra los cactus. Agobiado y dolorido, miré el camino que había recorrido desde la base: no era demasiado y no podía volar, así que me abrí camino penosamente entre las plantas de pinchos hacia arriba, con el inconveniente añadido como ya he dicho de que se trataba de un barranco, y por lo tanto me tenía que ayudar en el ascenso agarrándome a las dichosas plantas. Eso sí, nunca había dejado de sujetar los globos, cuyo número era más modesto a cada paso. Al fin conseguí llegar arriba, e intentando hacer caso omiso al dolor y las heridas despegué tan bien como pude, consiguiendo elevarme lo justo para volver. Pero los globos seguían explotando y casi no tenía altura, así que donde antes disfrutaba con el don de las aves, ahora encogía las piernas para no destrozarme contra el asfalto y los coches, y no veía el momento de llegar, avanzando a trompicones.
Finalmente llegué de nuevo al principio de mi calle, donde el nutrido grupo de amigos me recibió con una ovación y aplausos, y aterricé dándome cuenta que sujetaba un único globo, rojo. La misma persona que me los había regalado se preocupó por mi estado y se encargó de quitarme las tiras de cactus y pinchos que aún cubrían mis brazos, de las que ni me había dado cuenta. Por un lado, era inevitable admitir que estaba muy ilusionado con toda la gente que allí había, pero por otro me sentía un poco mal porque era como un gran gesto por su parte, y yo los cumpleaños siempre los he despreciado bastante. En cuanto al estado físico, y para ser sincero, hay que admitir que las heridas fueron más superficiales y menos dolorosas de lo que uno pudiera pensar, pues me encontraba con ganas de seguir la celebración.
Fue entonces cuando reparé en la extraña caseta que había en medio de la acera, y que se asemejaba a un tenderete de feriantes, pero más estrecha. Una larga cortina tapaba la entrada e imposibilitaba la vista del interior, y encima de ésta en un extraño cartel multicolor iban apareciendo mensajes dirigidos, evidentemente, a mí. No recuerdo las palabras exactas pero decía algo así como: “Hemos venido a tu cumpleaños”, desaparecía, “No íbamos a venir, pero aquí estamos”, desaparecía para dejar lugar a “Tienes mucho que celebrar, pero si te interesa, entra”, de nuevo, “Somos compañeras tuyas, queremos compartir”. Obviamente, la curiosidad me atraía hacia el interior de esa tienda como un poderoso imán, así que entré sin pensármelo. No salía de mi asombro con lo que hallé: en medio, una estrecha y larga mesa de madera, y a cada lado unos bancos aún más estrechos, forrados en terciopelo, y ocupados por una compañera de clase con la que no recuerdo haber intercambiado más de tres palabras seguidas y la chica que me robó el corazón el año pasado, Natalia.
Me senté, con más curiosidad aún, al lado de Natalia (por motivos obvios), enfrente de la otra chica. Me extrañó, porque son del tipo de chicas que entre ellas no congeniarían, conmigo menos, y las dos juntas y acudiendo a mi cumpleaños ya no te digo. En fin.
-¿Vamos?- preguntó la chica de grandes ojos azules, como dos orbes deseando salir de la cara.
-Sí… vamos. ¿A dónde?
-Te tenemos que explicar una cosa- me dijo la chica de los ojos saltones, cuyo nombre no recuerdo.
Así que sin más, aquello “arrancó”, y abandonamos mi calle y mi gente para empezar a circular por donde yo había estado volando, hasta llegar al barranco de los cactus, donde, como salido de la nada, se abrió ante nuestra tienda-móvil un estrecho sendero de tierra y polvo, donde no cabría un vehículo normal ni de broma. Bajamos a trompicones por ahí, yo medio embobado mirándolas ahora a ellas, ahora al paisaje. ¿Qué querrían este par? ¿Dónde íbamos y para qué? Y cómo coño conocerían un camino justo por ahí, cuando yo después de haber estado mil veces no lo había ni intuido. Y por cierto, ¿quién conducía la tienda esta…?
La chica del nombre olvidado por fin me habló, mientras me señalaba un sobre en su mano:
-Tu prima… tenemos una carta de tu prima.
Ahora que me fijaba, encima de la mesa había más sobres, decorados, con dibujos y tonterías, sobres con cartas como los que me enviaba mi prima cuando éramos pequeños, libres de la dictadura de internet. Pero no entendía… ¿por qué los tenía ella? ¿las había interceptado acaso? ¿le habría pasado algo a mi prima? Miré interrogativamente a Natalia, pero en el delicioso esmeralda de sus ojos, solo encontré una respuesta a nada. Por cierto, ¿qué pintaba ella en todo esto? Sí, era la chica de mis desvelos hacía un año, pero desde entonces apenas la había visto un par de veces.
-Tu prima- continuaba la chica de enigmático nombre-, no es que lo diga yo, sabes, que a veces se emborracha.
-Bueno, sí… - como no habló, continué- Pero como todo el mundo, ¿no? No entiendo qué tiene que ver esto con…
-Pues la última vez… Bueno, te voy a explicar la historia entera:
Aquí tuvo lugar una disertación que no transcribiré, una: porque no viene al caso, y dos: porque no me acuerdo. Y es que hay que decir que a todo esto, habíamos salido del sendero del barranco para dar con una lúgubre carretera rodeada de árboles que daban la sensación de echarse encima de la tienda-móvil, e incluso el tiempo había empeorado y empezaba a lloviznar. Una sensación desagradable envolvía mi estómago, y me sentía, en vez de en un cumpleaños, como a la vuelta de unas vacaciones magníficas un día lluvioso, en tren, con la cara pegada al cristal y consciente de que todo ha acabado y que te esperan unos meses especialmente duros.
La chica me vino a explicar que, fortuitamente, mi prima y ella se conocieron una noche, porque sus respectivos novios se conocían o no sé qué, y también me explicó algo de un accidente y de que ésa era la última carta de mi prima, que era muy importante. Yo ya estaba ciertamente acojonado del terrible secreto que guardaría dentro el sobre decorado con un gracioso gato rojo que sujetaba la chica de los saltones ojos azules.
-Debemos bajar.
Sin darme cuenta, habíamos llegado a un punto donde la carretera se ensanchaba mucho y se bifurcaba: seguía hacia la izquierda, mientras que al fondo a la derecha se veía una cuesta empinada de tierra, ahora de barro a causa de la lluvia. Una pared de tierra nos separaba de, a unos diez metros, un edificio muy grande y de aspecto lúgubre, rodeado de imponentes árboles retorcidos, al cual se llegaba yendo por la cuesta.
Bajamos de la tienda chapoteando en el barro y con un paraguas en la mano, pues la lluvia ya era de aquí te espero. Las luces de otros vehículos y gente que se resguardaba del chaparrón y pasaban salpicando a nuestro lado nos molestaban. A mí me agobiaban particularmente los árboles que todo lo rodeaban.
Era una especie de parking de tierra donde la gente estacionaba el vehículo y se veía mucho movimiento, así que entre eso, la lluvia y el barro el avance se hacía algo difícil. Pero sólo caminábamos Natalia y yo, no sabía dónde se había quedado la chica de ojos saltones ni me importaba, porque andaba agarrado de la mano de la chica que una vez me robó el corazón y ya creía olvidada, así que era como andar agarrado de la mano de un recuerdo, y esa sensación anulaba la lluvia y todo lo demás. Se la veía indecisa, preocupada. Ahora llevaba el paraguas yo, ahora ella, con lo que nos mojábamos los dos. Hablábamos, hablábamos bajito y ajenos a nuestro entorno, no recuerdo de qué, pero sí recuerdo que tan sólo necesité un minuto para volver a enamorarme de su roja cabellera al aire, del esmeralda de sus ojos; recuerdo que la deseé como la deseé la primera vez que mi pierna rozó la suya sin querer por debajo de la mesa en aquel bar cochambroso, pero ahora con el corazón contento, desde la perspectiva diferente que da el haber cicatrizado esa herida que entonces se abrió. Cuando estábamos a punto de empezar a subir por la cuesta, Natalia se paró, y bajo la lluvia cerró los ojos:
-Venga, Jhan… hazlo. Hazlo…
Dudé por un instante, pero finalmente materialicé nuestros anhelos en la fusión de nuestros labios. Fue un beso corto, sentido, mojado a decir verdad, el resumen perfecto de nuestra relación.
Seguimos caminando. El corazón me volvía a indicar que, indefectiblemente, estaba vivo, me sentía vivo de nuevo. Pero otro pensamiento nublaba la mente de Natalia, que tenía novio:
-Sabes que no puedo… es que no puedo… yo lo quiero a él, quiero a Joaquín.
Yo le solté la típica estupidez sobre la estupidez de tener pareja.
-No, no, Joaquín no es mi novio, ése es (…). Pero yo quiero a Joaquín…
Vale, Natalia, o sea que tienes novio, quieres al amante, y te enrollas conmigo: genial. Aquí di rienda suelta a los típicos pensamientos que afloran en estas ocasiones:
-Pero no te preocupes, pequeña: encontraremos una solución. Es inútil estar con alguien a quien no quieres. Ya verás, con esfuerzo, estaremos los dos juntos, ya lo verás. Yo te ayudaré. Al final, estaremos juntos, es como tenía que ser…
Bla, bla, bla. Y todas esas cosas. En ese momento me sentí tan feliz… el solo hecho de volver a estar junto a Natalia, de volver a compartir, qué feliz era! ¡Qué ganas de perderme entre su roja cabellera, de hundirme en el esmeralda de sus ojos, y volver a adorar esos labios! Y lo mejor es que sabía que lo conseguiría.
Con estos sentimientos llegamos al final de la cuesta y vimos el edificio que había intuido desde abajo: se trataba de un oscuro hospital de un par o tres plantas máximo, pero en cambio muy largo, que estaba ahí plantado en medio del bosque, como por casualidad, como si no tuviera que estar allí. Tenía grietas y lo que un día fue sin duda blanco hoy era un gris desconchado. Natalia me dirigió hacia un patio techado del hospital, con columnas de hormigón y un ascensor y una puerta de emergencias en la parte izquierda. Pese a estar cubierto, el techo estaba reventaba de goteras, así que la sensación era que llovía allí dentro también. Nos dirigimos al ascensor y Natalia, con toda naturalidad, picó el botón y nos quedamos esperando. La gente iba y venía por el patio y daba la impresión de que tenía que haber una ciudad cerca, aunque fuese pequeña, pues aquello parecía una calle.
Y de repente ocurrió. El gesto de la gente en la cara cambió radicalmente, y todo fue caos y confusión. Como una ola en un campo de fútbol, por dónde Natalia y yo habíamos llegado empezó a llegar en estampida montones y montones de gente, gritando, chillando, huyendo, despavoridos, con el miedo impreso en el rostro. Como el efecto dominó que fue, los que estaban allí se contagiaron y también empezaron a chillar y correr a tontas y a locas. Natalia me cogió rápidamente del brazo y abrió de un violento golpe la puerta de emergencia al lado del ascensor, y vi un pasillo amplio y vacío, del mismo blanco grisáceo que el exterior, con una marea de gente que huía de su interior hacia nosotros. No tuve ni tiempo de expresar mi desconcierto y preguntar qué pasaba, pero sentí que algo realmente muy, muy malo, se avecinaba. Por la actitud de la gente y las circunstancias, uno podría pensar que se trataba de una catástrofe natural: una inundación, un terremoto, un incendio… incluso fue lo primero que se me pasó por la cabeza. Pero en seguida comprendí que se trataba de algo mucho peor, algo muy temible, algo abominable, algo causado por humanos, y a eso sí que le tenía miedo.
Súbitamente, el pavor me dominó y perdí el control de mis actos: me había convertido uno más del resto enfervorecido de la masa, así que me solté de Natalia y la abandoné a su suerte, temiendo gravemente por mi vida, sabiendo que si no actuaba iba a morir, iba a morir, sería el fin de todo. Empecé a correr intentando seguir a quien intuyera una vía de escape, pero era imposible, todo el mundo se empujaba y pisoteaba entre sí y los que huían hacia el hospital eran impelidos por los que salían de éste y al revés, así que me encontré dando vueltas y rodeando las columnas de hormigón en el patio, sintiéndome un ratón en la trampa, los frenéticos espasmos intentando eludir una muerte que ya te ha marcado.
Y entonces apareció la causa de tanta desgracia: una figura macabra que se desmarcaba entre la multitud, como entre un halo de maldad; una mujer de estatura normal, vestida con una bata azul, descalza, la boca un pozo putrefacto de perdición, la piel del rostro arrugada en surcos que caían, los ojos dos agujeros negros sin fondo, sin apenas el blanco del globo, los pelos más bien una burda peluca de carnaval, ralos, despeinados, grasientos. Era más horrible que la mismísima muerte. Y daba mucho más miedo.
La veías y sabías que algo horrible te iba a pasar. Y no sabías por qué.
La macabra mujer corría entre la gente con sorprendente agilidad, y tocaba a quien tuviera la desgracia de cruzase en su camino, a conciencia, empujándolos.
Enseguida sólo tuve un objetivo entre ceja y ceja: que aquella pavorosa mujer no me alcanzase. Y eché a correr. Y eché a correr, como un coche frena mucho tiempo antes de colisionar con otro, pero sabiendo que igualmente va a colisionar, de ésa manera eché a correr, eché a correr con la maldición, sabiendo, que tomara la dirección que tomara, que corriera hacia donde corriera, iba a dar con ella. Como el pez en la pecera que sabe que será cazado por el gato, por muchas veces que el gato yerre en sus intentos. Como el pez, como el coche, como el ratón yo eché a correr, y sabía que la bruja iba a dar conmigo.
Como así fue. En mi primera carrera, hacia una de las columnas exteriores del patio, que daban al barrizal, la rodeé y me topé de frente con ella, que me dio un empujón a conciencia. Sentí que algo terrible acababa de suceder aunque no notaba nada. Seguí corriendo y corriendo, huyendo de lo que ya había tenido lugar, y volví a dar con la mujer, que me empujó de nuevo con sus manos de monstruo, y otra vez, y aún una más, y yo me desesperaba, y me retorcía por dentro y desencajaba el rostro y me angustiaba hasta querer morirme porque adonde quiera que corriese siempre me la encontraba y no podía huir y lo único que deseaba en el mundo es que esa mujer de pesadilla no me volviera a tocar nunca más, nunca más por favor, y hubiese llorado si hubiera tenido tiempo, pero solo pensaba en huir y alejarme pero era como un campo de atracción demencial que me empujaba a su presencia y la bruja me volvía a tocar, esta vez apartándome de en medio porque ya me había tocado muchas veces y quería darle su obsequio de muerte a más gente y yo absolutamente desesperado, ya ni reparaba en la demás gente, infectada o no, y las utilizaba de barrera entre la bruja y yo, poniéndolos por medio, empujándolos hacia ella, para que me dejara en paz, coge a estos! coge a estos! me daba igual si era un viejo con los ojos desorbitados, un joven con expresión de terror absoluto o una madre y su carricoche, todos servían de barrera, a todos empujaba, necesitaba salir de ahí…
En ese torbellino de desesperación caí en la cuenta de Natalia, y pensé que no me lo perdonaría nunca que algo malo le pasara, que el horror la alcanzase; así que me dirigí como pude hacia el ascensor, zona donde la había dejado por última vez, y empecé a llamarla a voz en grito.
-Natalia! Nataliaaaaaaa!!
Abrí los brazos como esperando que me partiera un rayo y las piernas me flojearon.
El cielo estaba negro, totalmente tapado y la lluvia no paraba, pero era de día, un día que se había tornado noche, lo cual era aún más horrible.
Luego caí al suelo y todo fue negro.

Lo siguiente que recuerdo es estar en un gran pabellón. El pabellón era muy alto, y estaba dividido en dos partes: en una mitad, pese a que no reparaba en ellos, había alguna gente caminando y otra en silla de ruedas, y era un espacio libre, amplio. La otra mitad la ocupaba una gran pista de baloncesto. Las canastas medían cuatro metros y yo estaba jugando un partido en la pista vertical, mis compañeros eran todos altos, esbeltos y negros, y los del equipo contrario también. Parecían jugadores de verdad de la liga americana. Y me lo estaba pasando en grande, porque con un pequeño salto conseguía superar una gran distancia y machacar el aro colgándome de él. Algo me incomodaba, pero procuraba no hacerle demasiado caso, me lo estaba pasando de coña.
Los negros del equipo contrario parecían incluso algo molestos, porque veían que no tenían nada que hacer contra mí, que de un salto pasaba por encima de ellos y me colgaba a una canasta casi el triple de alta que yo.
-¡¿Habéis visto qué súper-saltos?! ¿Habéis visto? ¡Vaya!- yo mismo alucinaba con mis habilidades; casi podía “volar” de prácticamente el centro del campo al aro.
-Ya, pero a cambio tienes cáncer…- me recordaba uno de mi equipo, con un gesto entre la pena y el compañerismo.
Vaya… así que era eso. Es verdad. Sabía que había algo fuera de lugar. Pero no sabía el qué ni el por qué. Lo intuía. Cáncer…
-Ya… - dije resignado.
Saludé a mis colegas y abandoné el partido, dirigiéndome hacia la otra mitad del pabellón. Pero saliendo de la pista de basket, por encima de mi cabeza, vi un mono de estatura mediana, que parecía esperarme. Apenas sí reparé en que el fino pelaje (incluida la cola) era blanco, porque lo que me sobresaltó es que la cabeza era de Natalia. Natalia, convertida en mono, cuyo único rasgo humano era la cabeza (igual que antes, eso sí), me miraba desde la profundidad de sus ojos esmeralda, la tibia melena roja en una cascada de fuego, ahora cayendo grotescamente. No puedo definir lo que sentí, porque fue una mezcla de muchísimos sentimientos: alegría por verla viva, incredulidad, lástima, desconcierto, culpabilidad… ¿qué le había ocurrido? ¿cómo había llegado a eso?
Pero necesitaba sentirla, abrazarla, saber que seguía existiendo, así que en un acto reflejo, la agarré de las patas delanteras y la mantuve así, cogida, sin atreverme a atraerla hacia mí.
En ese instante el mundo cayó sobre mí y una afilada cuchilla de verdad me atravesó, lo vi claro: la mujer horrible me había contagiado el cáncer (de hecho, en una especie de vendetta contra la humanidad, se lo había contagiado a todo aquél con quien había entrado en contacto), y ahora a mí me pasaba lo mismo: que contagiaría a quién tocase. Mi miedo y mi pensamiento debieron de ser tan fuertes que Natalia (o lo que quedaba de ella), se soltó y se alejó por un entramado de ramas que cubrían el techo del pabellón.
Ahora sí que sentía el pavor, ahora sí que un miedo sordo me dominó, me envaró la columna vertebral y mi mente se heló, negando la evidencia. ¿Y si…? No, no podía ser. O sí… ¿Y si ahora yo también contagiaba el cáncer, la habría infectado a ella, después de todo lo que estaba pasando? Imposible, demasiado horrible. Pero en el fondo, sabía que así debía ser.
Llegué corriendo, sudando miedo, al centro de la pista donde antes no había reparado en la gente, y ahora me daba cuenta que eran enfermos, que estaban convalecientes, seguramente en una situación parecida a la mía, o con otras enfermedades, pues también había personas en sillas de ruedas y demás. Con los ojos fuera de las cuencas y una necesidad de saber que me aplastaba el pecho, gritaba, gritaba con todas mis fuerzas:
-Doctoraaaaa! Doctora, enfermera, por favor!! Doctoraaaaaaa, doctora necesito ayuda, doctoraaaaa!! Enfermera, por favor, ayuda!! Ayuda!!
La gente de alrededor me miraba raro y empezaba a maldecir por lo bajo, “¿qué se cree éste, que es el único que necesita ayuda?”, “la doctora vendrá cuando tenga que venir, no cuando la llames” “¿qué se ha pensado este niñato, que por que tenga cáncer va a ser el primero a que le atiendan?”, y cosas así. Sí, tenía cáncer y quería ser el primero en ser atendido, pero no por mí, sino por la gente a la que había tocado, vete a saber cuánta antes de esto, por Natalia y por los compañeros de basket a los que había saludado, pero sobretodo por Natalia, ¿y si yo era tan horrible y culpable como la mujer que me lo había contagiado a mí? No podría soportarlo.
Necesitaba saber o me moriría, necesitaba saber YA, así que me abrí paso entre los enfermos y moribundos (inconsciente de que los infectaba ahora a ellos también) y llegué a una puerta lateral del pabellón que daba a una especie de despacho-cocina, donde una enfermera estaba trajinando entre las picas.
-Enfermera! Enfermera, por favor… - dije sin resuello
Ella me miraba como si me hubiera estado esperando.
-Enfermera… necesito saber, necesito saber…
-Ya.
La enfermera, con un original peinado a lo años 80, me explicó pacientemente que sí, que había sido contagiado de cáncer por la mujer que se había escapado del hospital, que ahora padecería siempre la enfermedad hasta que me muriera, y que, efectivamente, yo también contagiaría a quien tocase. Qué horrible, no podía ser, el pecho estaba a punto de explotar, me dolía el corazón por la responsabilidad de haber tocado a los demás. Así que arrastré (sin tocarla) a la enfermera hacia el pabellón, hacia donde había encontrado a Natalia, que había vuelto y ahora ya no me miraba con la vacuidad de antes, sino recelosa y reservada. No pude aguantarle la mirada y con toda la angustia del mundo instalada en mi pecho, mirando al suelo, le pregunté a la enfermera por Natalia:
-¿Tiene cáncer?
A los pies de la enfermera (no sé cómo llegó ahí), había un extraño cubo cuadrado con agua, y Natalia, desde su rama, se asomó cautelosamente a él. El reflejo (que duró menos de un segundo) fue una copia macabra y aún más deformada de lo que era Natalia, ni rasgo de humanidad. Me taladró el corazón. La imagen y el ruido del reflejo en la extraña máquina se me habrían de quedar grabados para siempre en la memoria.
La enfermera respondió entonces a mi pregunta:
-Sí.

El Rapsoda de la ignorancia

2 comentarios:

  1. Y este es el sueño con el que mi mente me ha deleitado toda la noche anterior. La verdad es que lo he pasado francamente mal. (sobretodo cuando me doy cuenta de haber contagiado a los demás, pero no estar plenamente seguro).
    Los nombres son ficticios.
    (y ahora que me lo leo, falta retocar, sobra alguna coma y algún retoque más por ahí).
    J.Y.

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