Estaba aquel chaval moreno, delgaducho, con una barba de cuatro días, tirado en el suelo a la sombra de un pino ensimismada su mirada en el horizonte gris. Enfrente de él había una acera por la que transitaban muchos cabelleros, carruajes con damas y doncellas y algún que otro lobo feroz.
Sin prestarles mucha atención dos apuestos caballeros sobre sus córceles se acercaron a él causando gran alboroto en su discusión sobre el arte de la seducción. Cuando vieron al chaval se detuvieron y el más agitador de los dos, hombre irascible, de corazón y pasiones intensas, le dijo:
- ¡Asííl, asúúl, asaííl, asaúúúl! Vemos en ti un gran potencial. Únete a nosotros y sé también un caballero. Viviremos aventuras y conquistaremos todos los castillos y las damas más bellas del reino se bajaran las bragas ante nosotros.
El chaval le contestó.
- No entiendo de decoro o buenas formas, no gano muchos combates ni he conocido mujer, pero puedo desarmar con palabras, contestar con una elegancia descarnada, una honestidad desprovista cruelmente de calor y, sobre todo, cumplir mis promesas. ¿Puede ser alguien así un caballero?
- Totalmente - exclamó el segundo caballero de temple sosegado y mirada profunda.- De momento súbete a mi caballo, Ymir. Te daremos una montura apropiada, te armaremos, entrenaremos y haremos de ti
lo que tu quieras ser.
- Entonces, a partir de ahora me haré llamar el Caballero Macarra.
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