Aún con la euforia que los tres expresaron, se dieron cuenta que debían marchar de aquella maldita ciénaga repleta de decadentes héroes locales. Pero antes debían descansar, ya que la fiesta en Ipsen fue corta pero muy intensa. Así, acordaron ir a galope, pues los animales habían dormido y comido con total libertad, con lo que sus energías eran óptimas para la carrera.
Marcharon durante dos horas, olvidando ya el típico paisaje de las tierras de Ipsaia, con sus laderas de ese color verde laurel y sus tejados de paja tintadas de azul. El caballero de tez calmada y corazón libre, que era la cabeza del grupo, alzó la mano en señal de detención y los otros dos pararon.
- ¿Qué pasa ahora, caballero tranquilo? – Preguntó con sorpresa el caballero irritable.
- ¡Escuchad! – Dijo con vivez, mientras levantaba un dedo marcando atención suprema.
Entre aquella inmensidad de la nada, de páramos fértiles y de rocas desperdigadas, se oía el eco de fuertes herraduras yendo a gran velocidad.
- No están muy lejos de aquí, será mejor que nos apartemos del camino… - Sentenció el de tez sosegada.
Y marcharon a paso acelerado pero silencioso hacia el espesor de abetos que llamaban al recogimiento; un sitio donde pudo servir a muchos como escondites en momentos difíciles de batallas pasadas, donde cuya condición era el respetar el sueño de tales centenarios árboles.
Bajados de sus monturas y con los caballos atados, los tres se reunieron para oír la aproximación de tal comparsa desbocada.
- Caballero tranquilo, no entiendo por qué nos haces detener. ¿Nos puedes explicar qué o a quién teme tu valiente alma? – Preguntó con interés el caballero macarra.
- Aún no es el momento de decir nada. Vosotros esperad; seréis informados en el momento oportuno.
- ¡Todo esto no tiene sentido! ¿qué más da antes o después? - Interrogó con cierta irritabilidad el caballero agitador.
- Agitador, no todo es tan sencillo. Aún no entiendes de la estrategia. Tu espíritu te pide acción, pero la mejor acción es justamente la espera. – Respondió el de lengua ágil.
El iracundo armado musitó cierta discordancia, pero calló. Mientras, reflexionando a mano derecha de tranquilo, se encontraba el último integrante del grupo, que dijo en voz baja:
- Ya vienen.
- ¡Callad! – exigió el de suave carácter.
Y del exterior del cercado vegetal, pasaron cual tormenta embriagada de ira más de 40 caballeros montados en sus caballos acelerados, que se dirigían a gran velocidad hacia la provincia de Ipsaia, justo de donde venían los tres caballeros aventureros, mientras gritaban y alzaban sus arcos y armas. Justo detrás de este escandaloso batallón, continuaron tres caballeros vestidos con ropajes de color rojo vivo que les cubrían el cuerpo entero, que vestían un sombrero en forma de bajo pico y con la cara cubierta con tela del mismo color, trotando sobre blancos jamelgos.
Un ambiente de espanto se respiraba en el ambiente, como si los sabios abetos hubiesen aguantado la respiración. La comparsa se alejó lo suficiente como para que el caballero templado rompiera la tensión:
- Acabáis de ver a una de las incontables escuadras de Rödion.
- ¿Rödion? ¡Pero si Rödion fue destruido hace años! ¡Yo mismo era un crío cuando llegaron nuevas de su desaparición! – Dijo el intranquilo hidalgo.
- Así es. Rödion fue destruido, pero eso no significa que desapareciera.
- Nobles personas – Irrumpió el caballero pasional, que hasta entonces se encontraba aún mirando en dirección hacia donde iba la turba de hombres y equinos – anoche oí a un caballero con fuerte acento de Dum-kuh hablar con uno de los aldeanos de Ipsen sobre el avistamiento de salvajes saboteadores en las orillas del mar de Esmeralda. Comentaron que lo que vieron fue a criaturas de otros mundos, que poco o nada tenían que ver con gentilhombres dedicados al bien, que… que recordaban a los que en Rödion murieron y por los que los nuestros marcharon a guerra.
- Temo que el camino a Alexandria no será nada fácil… - incluyó el de larga barba.
- Bien, lo único que podemos hacer es continuar con nuestro viaje. – Sentenció el caballero tranquilo, mientras acariciaba el hocico de su corcel.
Los tres volvieron a subir a sus caballos, y antes de partir, recitaron una ancestral plegaria para que los dioses de los árboles les protegieran. Salieron del umbral del pequeño bosque y arrancaron a correr tras el paisaje que delante de ellos se abría a la vida.
El Kappa
El Kappa
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