Finalmente llega el tren, me subo y me dirijo derecho al lavabo donde hago lo que en casa no me ha dado tiempo: lavarme los dientes, peinarme. Incómodo, pero sin problema. A punto de salir del habitáculo el tren llega a Sabadell sud y, por ruido estremecedor de gente y griterío, temo que haya una manifestación o algo porque además empiezo a escuchar golpes en las ventanas y demás. Pienso "mierda, seguro que nos retrasa y llego tarde". Pero la realidad es mucho peor: tan sólo abrir la puerta del lavabo un quillaco con todos los complementos se abre paso aullándome "venga, fuera nennn!", y detrás de él, cientos y cientos de quillos, gitanicos y resto de desechos fiesteros de hermética llenan el vagón en un frenesí casi salvaje por ocupar cada puto rincón. A ver, que yo no tendría nada en contra de ellos si ellos no tuvieran nada en contra de mí. Pero no, la mayoría de esos capullos no piensan así; no piensan en verde.
A pesar de sentirme como la comunidad del anillo en las minas de moria cuando se quedan en medio de la galería rodeados de miles de orcos hambrientos, el viaje transcurre "apaciblemente" haste Cerdanyola o así, donde hacen su aparición en escena cual caballo blanco de la libertad y la justicia los seguratas de la renfe. Pobrecillos. De ahí hasta Martorell, el trayecto es un monólogo de piques, insultos, gritos, ostias y peleas entre los seguratas y los quillos, en cada estación, en cada puta estación... con su consiguiente retraso. Y yo, inocente de mí, que me decía al salir del baño que tenía hora y media para dormir tranquilamente en el tren hasta llegar al Vendrell...
Al llegar (por fin), descubro el previsible panorama de la familía a la que no veía desde el último entierro, el de mi abuela. Por supuesto, no fue un momento bonito pero, qué queréis que os diga, me hizo mucha ilusión volver a verlos. Cuando acabó el sermón y la pertinente sesión de lágrimas y ya estábamos esperando que saliera el féretro para hacer la comitiva hasta el cementerio, un tipo trajeado se me acercó y me preguntó si era familia. Al responder afirmativamente me dio un medio abrazo y me dedicó un "lo siento" tan profundo que casi me lo creí. Me dejó helado. Era un testigo de Jehová y tenía que cumplir con su función. En ese momento de turbación luchaban dentro de mí una poderosa sensación de asco por la hipocresía y un conmovedor sentimentalismo hacia la posible negación de ésta, es decir de sinceridad. Fue raro.
El resto del entierro me dediqué a observar los ritualismos típicos de la ocasión y gestos y reacciones de los demás, pues la celebración en sí no me pareció tan interesante. Por ejemplo, y fue lo primero de lo que me percaté, la "evolución fúnebre de las personas". Esto es, igual que hay gente que sólo la ves una vez al año en la fiesta mayor, o una vez cada determinado tiempo en determinado lugar, parece que con las familias reacias a juntarse demasiado a menudo tan sólo tienes oportunidad de verlas en este tipo de acontecimientos: bodas, bautizos, entierros. Además, por desgracia los más habituales suelen ser estos últimos. Los ves ahí y compruebas su cambio de look, de peinado, de actividad social o laboral, la ropa fúnebre...
Luego hay algo que creo he logrado interpretar: en los entierros parece que todo el mundo esté deseando tocarse. Y, precisamente por ser un motivo tan especial y triste como la celebración de la muerte de algún pariente en común, se aprovecha el breve paréntesis social para demostrar el afecto que normalmente nos guardamos para con nuestros seres queridos. Los hombres se dan contínuas palmadas o abrazos, y las mujeres se agarran del brazo unas a otras, más cerca en relación a la proximidad de la otra persona con el difunto. E igualmente sucede en la intensidad de los golpes afectivos en los hombres. Tampoco en estas ocasiones está mal visto llorar en público o besar a otros hombres, es una gran muestra más de humanidad.
Fuera de todo esto, hay que decir que fue emotivo. Bueno, pensándolo bien, creo que habría que ser un capullo sin corazón para no encontrar emotivo el entierro de alguien que apreciabas, no?
Además, sé que es un tópico, pero no pude dejar de pensar, mientras introducían el cuerpo en el nicho, la de vida que se pierde en esos sitios cuando hay tanta gente muerte ya fuera, pero que disimulan muy bien y parecen estar vivos; se encuentran entre nosotros pero, de alguna forma, consiguen robarnos el optimismo y el entusiasmo.
El resto de tarde fue inevitablemente melancólica, aunque me admiré del no sé si esfuerzo o capacidad de recuperación y adaptación del resto de família que se lo tomó como un buen encuentro entre viejos conocidos. Incluso logré intercambiar algunas lánguidas sonrisas y palabras huecas con algunos de mis primos que más aprecio. Ánimo.
Dos aperitivos y un vermut después, mi padre se dignó a dejarme en casa prácticamente a las cinco de la tarde y por comer. Pero ni la destrucción de Sabadell por parte de la lluvia amenazante que ya empezaba a arreciar fuera conseguiría que me pasara la tarde en esta jaula de ilusos a la que llamamos casa. Así que, paraguas en mano, fui a buscar un compañero de locuras para dar crédito real del puto diluvio universal que estaba teniendo lugar. Por unas calles desiertas, con el agua por los tobillos y 99% empapados llegamos casi a nado hasta la otra punta de la ciudad. Por el camino rodeamos a varios cocodrilos y demás animales peligrosos que se le habían caído del arca a Noé.
Finalmente, llegué solo, de nuevo, al rincón secreto de jhan, el lugar del consuelo permanente, como una madre dulce sin una mala palabra ni un mal gesto, donde me aguardaba un maravilloso balcón de los destellos, un pequeño muro al final del parque desde donde se ven ciudades a lo lejos y una buena porción de campo y fábricas; un territorio aparentemente hostil totalmente encapotado de nubes furiosas que descargaban tremendos rayos para mi deleite, una mano en el paraguas y la otra en el porro, disfrutando de todas las sensaciones del día, del fin de semana, de las malas y las buenas, de la gente que vi, y de la que no vería más. Sorprendiéndome, de nuevo, encontrándome en los recuerdos. Hurgando en ese baúl donde parece ser el único lugar en el que encontrar sentido.
Sí. Estaba triste; pero estaba feliz a la vez. La lluvia me empezaba a calar hasta, digamos, las entrañas y empecé a contemplar la posibilidad de salir en lancha a motor de allí si no me iba a tiempo.
Así que me levanté y le di la espalda a los rayos, los truenos y los recuerdos con el convencimiento interior de que, por más dolor, sufrimiento o sinsabor, la vida siempre continúa.
El Rapsoda de la ignorancia
Tienes el fabuloso talento de saber desilachar cada filamento que compone el sentimiento humano y saber qué y cómo expresar el detalle de cada idea abstracta inherente del fondo del ser.
ResponderEliminarFelicidades, tío. Te pido que sigas así.
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