Ambos compañeros se quedaron inmóviles al escuchar esas palabras de boca de su amigo. En ese momento nada tenía más importancia que aquello. Los gritos de los heridos, los moribundos ensangrentados y otros mutilados, el fuego que prendía del tejado de las casas, el ruido de pasos de centenares de personas en movilización… Daba igual. Las palabras de su amigo causaron en ellos un efecto paralizador. Los tres se miraron en ese momento con recelo y desconfianza. ¿En qué diablos estaba derivando esa amistad caballeresca? ¿Qué rumbo tomaban las pesquisas del trío de varones? ¿Dónde estaban las damas a enamorar? ¿Dónde el oro y el lujo? ¿Dónde la simpática aventura? Sólo había sitio para el peligro; para la muerte.
La tensión se apoderó de sus cuerpos y mentes hasta que, con un interés como de aquel que pregunta recién despertado del sueño, el caballero de la parsimonia interrogó:
- ¿Se puede saber desde cuándo y por qué tienes tú un fragmento de Lágrima Demoníaca?
- Es una larga historia. ¡Pero enserio, amigos, no podemos perder ni un solo minuto! ¡Esos Bersekers se dirigen a Rödion! ¡Y a partir de ahí…!
- ¡Cállate, bastardo! ¡Nos has puesto en peligro! ¡Y a toda Villa Encantada! – Gritó el caballero del fácil enfado. – ¡Por culpa de tu osadía y tu encandilada vida han muerto decenas de personas! – Increpó mientras señalaba con su índice a los desesperados.
- ¡Lo sé! ¡Soy consciente! ¡Y déjame en paz, maldito cascarrabias! ¡Quédate aquí, si así lo deseas! ¡Yo parto hacia Rödion, no permitiré que el mal regrese a esta tierra renacida! ¡Parto ahora mismo! – El caballero macarra se abrió paso entre sus colegas con paso firme y decidido hacia su corcel Isacuus.
- ¡No tan rápido! – Exclamó una voz femenina.
Era la Reina de Oriente. Avanzaba a través de una turba de soldados que se espabilaban por auxiliar a los heridos y a llevarse los fallecidos. Éstos eran recogidos y liados con unas telas de color negro bordadas por un dragón blanco, de barba y largos bigotes rojos, que ondulaba por su filo.
La Reina se paró ante los tres luchadores y los miró a cada uno muy detenidamente. Sus ojos eran finamente rasgados hacia arriba, azules y su mirada, penetrante. Ellos no dijeron una sola palabra. De repente, del cuerpo de la soberana salió una aureola de color azul eléctrico que empezó a inundar el terreno donde todos se encontraban. Aldeanos, soldados y demás se giraron hacia esa potente luz cegadora. Los tres hidalgos podían notar cómo la majestuosa dama les leía la vida por medio de los ojos; cómo sabía lo que ellos pensaban; cómo ellos se rendían ante tal espectáculo de perfección. La misma Reina de Oriente, aquella de la que tanto hubieron escuchado y de la que muchos héroes se hubieron prendado, les miraba fijamente como niño que contempla a un titiritero con los ojos como platos. Finalmente, la reina detuvo esa extraña magia y los tres compañeros se derrumbaron en el suelo, agotados por tal intrusión a sus corazones.
* * *
El cielo era rosa. Podía tocar las nubes esponjosas y de color azul con la mano. Era como ser parte de la infinidad del todo. Las nubes pasaban a gran velocidad por su cara, lo acariciaban como si fuese lo más preciado del Universo. Se sentía el dios de todos los dioses. Se sentía único, poderoso, valiente y muy decidido. Volaba por encima de cualquier cosa. El suelo, esa mazmorra sucia repleta de cobardes cadáveres estaba muy lejos de él, muy por debajo, a muchísimos pies de distancia. El caballero tranquilo se sentía vivo. Renacido. Alzó los brazos e hizo un largo grito de pura alegría. De golpe oyó un chillido mucho más fuerte que le sorprendió. Y de sus lados vio aletear inmensas alas de pluma blanca. Se dio cuenta que estaba encima de una gran y majestuosa Atenícia, una lechuza gigante de pico dorado. Calmó sus nervios; estaba en buena compañía.
La lechuza tenía unos 12 metros de envergadura, y sobrevolaba elegante los cielos de Garanis, con sus sierras repletas de bosques llenos de vida, de amplios ríos y grandes puentes de madera de triple arco. El ocaso tintaba todo de un radiante color y las plumas del animal, con los rayos del Sol, dejaban en el cielo una estela de oro difícil de ignorar. La inmensa Atenícia pasó por entre los arcos de uno de los puentes, haciendo zig-zag. El hombre impasible disfrutaba con las piruetas de su amiga. Se sentía seguro, como si una llama se hubiese encendido en su corazón y le hiciese amar cada segundo de su existencia.
Pero el viento cambió, y unas ráfagas muy fuertes y frías provenientes del norte hicieron aferrar al caballero a su esplendorosa montura.
- ¡Te has equivocado de camino! ¡Vuelve enseguida! – Gritaba el tranquilo a su compañera rapaz, intentando ser oído en medio del ruidoso viento. Oyó que el ave le chilló, pero éste no llegó a entender del todo lo que decía. - ¡Vuelve, da media vuelta!
Era inútil. La lechuza seguía a gran velocidad, en parte porque la ventisca la alejaba más y más, y en parte porque estaba aterrorizada. Ninguno de los dos se dio cuenta del camino que estaban tomando. La Atenícia luchaba contra la potencia de los aires, hasta que se rindió y empezó a dar vueltas por el cielo, en medio de esa turbulenta corriente que se la llevaba. El impasible, por su parte, dejó la calma a un lado y abrazó con todas sus fuerzas el lomo de la lechuza. Después de dar varias vueltas de campana sobre sí, la lechuza pudo reponerse y recuperar el equilibrio. El viento amainó, pero el lugar era distinto, sombrío. Muy lejos estaba la hoguera que todo lo cura. El caballero se sintió congojado y ordenó a su cabalgadura descender y tomar tierra. La lechuza así lo hizo.
Era una tierra baldía, inhóspita y fría. Las rocas eran oscuras, y el único atisbo de vida que se podía ver era un conjunto de arbustos secos, cuyas hojas habían caído hace ya mucho tiempo. Desmontó por un costado del descomunal ser y posó sus pies en el helado suelo. Acarició la frente del pájaro y éste cerró sus ojos en señal de cariño recibido. Pero por la lejanía, persona y animal oyeron unos gritos de angustia e ira. Unos chillidos, golpes de espadas y destrucción. El hombre se espabiló en volver a subir al dorso de la nocturna ave y le indicó que se dirigiera hacia la reyerta.
Desde el cielo, el caballero observó que tropas con estandartes de Rödion atacaban un recinto amurallado donde caballeros de Los Cuatro Reinos unían fuerzas para retener la masa de enemigos que intentaban penetrar por los muros. Cornetas, fuego, inmensas máquinas de destrucción, abominables seres de otras tierras y sangre se mezclaban para los ojos del piloto. De repente, el humano, gracias a su excelente visión, distinguió a sus dos compañeros de batalla peleando en lo alto de las torretas junto a otros varones y en contra de esqueléticas formas armadas de espadas, flechas, hachas y un sinfín de hojas asesinas. Ordenó a la Atenícia una vertiginosa caída hasta que llegó donde los dos caballeros defendían el bien de la vida. La lechuza abrió sus alas muy cerca de la estructura e hizo caer a numerosos enemigos que trepaban como sabandijas por los adoquines de las murallas. Saltó de lo alto del ave y se reunió con sus amigos.
- ¡Caballeros belicosos, ¿estáis bien?! ¡¿Qué ha pasado?! – Preguntó con excitación.
Los dos le miraron, pero no le dijeron nada. Se apresuraban a rebanar extremidades monstruosas. Sangre negra salpicaba sus caras, y el recién llegado de los cielos volvió a preguntar:
- ¡Señores, decidme dónde puedo encontrar una espada y os ayudaré!
La actitud ignorante de los dos espadachines continuaba. Le oían, pero no le hablaban. De repente, ambos se giraron, y con sus izquierdas alzaron los arcos que pendían de sus cinturas y súbitamente cogieron una sagita de la espada; marcaron y soltaron. La flechas pasaron tan cerca de la cara del caballero tranquilo que el veloz viento de su paso tallaron uno de los rizos que peinaban su testa. Éste miró atrás y vio cómo un descomunal simio decrépito con cornamenta de toro se quedó inmóvil, con un hacha alzada en su brazo derecho a punto de hacer impactar y con las dos flechas atravesando su cráneo. Su boca escupió sangre negra en la cara del desarmado luchador mientras caía muerto hacia atrás. El jinete se quedó anonadado. Algo ocurría que no era normal. Pero el chillido de su lechuza le despertó de su blanco mental, se giró y vio como su amiga sucumbía ante un grupo de monstruos que trepaban sobre su cuerpo, clavando sus afiladas garras y armas oxidadas. El bello animal, herido, cayó a gran velocidad hacia el alejado suelo, acompañado por sus verdugos. El caballero cerró los ojos. Sólo oyó un poderoso golpe por encima de la tormenta de gritos. Todo se volvió negro…
La oscuridad se desvanecía. La luz de los primeros rayos de Sol entraba por unos cristales policromados y el canto de unos pájaros se hacía más fuerte. El caballero del cabello rizado fue el primero en despertarse. Se dio cuenta que su herido cuerpo reposaba sobre una gran y gruesa cama propia de un marqués. Se sentía en la gloria, cubierto por una de las más suaves sábanas que jamás había tenido el placer de abrazar. El edredón era de color borgoña, con un dibujo de una señora con faz de gata blanca. Daba un calor tan placentero que el mejor fuego de invierno quedaba como una simple llama agonizante. Siguió mirando y echó un vistazo hacia arriba, donde descubrió una inmensa habitación que olía a lluvia, el perfume de las Adas. Ramas en tirabuzón se alzaban desde el suelo de la sala y sus hojas, lilas, camuflaban el límite de la pared: era como estar acostado en pleno bosque virgen. Entre esas hojas de color silvestre, se abrían flores de color naranja con lunares negros. Los estambres acababan en un rojo muy bonito, donde se reflejaba la luz que entraba desde el ventanal, y sus gineceos era tan carnosos que cualquiera los hubiese confundido por el manjar más solicitado del mundo.
Un pájaro pequeño, de color marrón, se acercó al caballero portando un pequeño trozo de paja. Revoloteó unos segundos mirando al recién despertado y subió enérgicamente hacia el enramado que cubría la gran habitación bajo la atenta mirada del muchacho. No obstante, ese increíble instante de unión con la naturaleza fue interrumpido por el sonoro fanfarreo de su compañero barbudo, que no paraba de moverse y que estaba a punto de caer del glorioso lecho. El de calmada actitud lo miró, pero enseguida volvió a alzar la mirada para contemplar el maravilloso paisaje que los rodeaba. “¿Quién demonios ha hecho esto?”, se preguntaba. “¿Existe algo en la Inmensidad lo suficientemente importante como para no amparar lo que a mí se extiende?”. Volvió otra mirada a su amigo; la caída no fue dura, pero suficiente como para despertarlo.
- ¿¡Qué maldito conjuro se ha apoderado de mí!? – Vociferó el caballero desde el suelo.
- ¿Cómo es posible que recién desvelado, la ira ya te haya alcanzado? Relájate y contempla lo que te rodea, amigo. Estás en medio de la paz. – Le dijo su amigo con voz muy tranquila mientras se incorporaba en la cama.
El irascible noble calló, se sentó en el pavimento y se dignó a mirar. Muy pocas veces había visto nada semejante. Inspiró profundamente y soltó el aire con mucha lentitud. Lo repitió otra segunda vez y dijo:
- Es perfume de Ada… - Dijo con calmado asombro. – Hacía tiempo que no tenía el gusto de olisquear tan delicado aroma… - Miró hacia el ventanal. – Impasible, ¿ya es de día? ¿Cuánto tiempo hemos estado en cama?
- Lo único que recuerdo es el azul, que nos miraba… - Dijo entre reflexión el caballero de la cama.
El hidalgo barbudo se levantó de golpe, pues la puerta de la sala estaba siendo abierta, y por su umbral cruzaba, seguido de una sirvienta, su amigo enamoradizo, que llevaba nuevas ropas: pantalones de lana marrón de Borotto -un tipo de bisonte bichepado-, una camisa verde, unas botas blancas que se ataban a tiras debajo de las rodillas y un picudo gorro marrón de tres cantos.
- Amigos, celebro que estéis ya despiertos. – Dijo con tono alegre mientras se acercaba a las alcobas.
- Macarra, ¿dónde has estado? ¿Cuánto tiempo hemos dormido? ¿No habrás tenido la osadía de ir a Rödion? – Preguntó con tranquilidad el caballero irascible.
- Irascible, qué divertidas son para mí tus figuraciones. ¿Cómo voy yo a ir a esas tierras de muerte sólo? No permitiría que mis amigos se perdieran tal periplo. Habéis dormido toda la noche.
- ¿Nos dices qué pasó ayer? ¿Por qué hemos despertado entre estas lujosas sábanas? - Preguntó entusiasmado el caballero tranquilo, que aún seguía incorporado en cama.
- No me compete contaros lo que anoche sucedió. Sólo os pido que os vistáis con máxima diligencia y bajéis al salón central de este caserío. La Reina ha organizado una reunión con todos los habitantes de Villa Encantada, y sólo faltáis vosotros.
El Kappa
Oye, Rapsoda, he tardado tanto porque pretendía hacerlo más largo, pero al final lo he partido en dos, así que tengo casi escrito el capítulo VII, que lo colgaré en cuanti lo acabe.
ResponderEliminarjajajaja genial caballo el del caballero macarra!
ResponderEliminarMe gusta el como, el pq y el todo de tu texto
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