Tras las últimas aventuras el Caballero Macarra había comenzado a sentirse más taciturno de lo habitual. La falta de resultados tras tantos esfuerzos, viajes y peripecias habían comenzado a desencantarlo mucho. Como cada noche, escribía cartas a su amada dama, composiciones de belleza soberbia y descarnada y le adjuntaba todo tipo de regalos (sortijas, collares de perlas, ropas de gala, copas de plata, cetros de reina, anillos de oro con rubíes engarzados y demás presentes lujosos, raros, bellos y con todo tipo de poderes extraordinarios que conseguía en sus viajes). No siempre recibía respuestas de agradecimiento y pocos momentos tenía el Caballero para ir a ver a su amada, quien solía corresponderle con sonrisas y palabras amables y cariñosas pero falsas desde su inalcanzable torreón al que nunca le permitía la entrada. El Caballero se engañaba creyendo que podía entrar pero en realidad no veía que él era demasiado grande para aquella puerta de entrada. Sin embargo, a menudo, el caballero acudía raudo al torreón para defenderlo de villanos y el Caballero siempre los vencía a todos, dejando su cuerpo exhausto y lleno de heridas, mientras, él no lo sabía, algunos de ellos entraban por la puerta trasera invitados a dedo por la dama.
Cuando la batalla terminaba y sus enemigos yacían muertos y mutilados bajo sus pies en grandes charcos de sangre y él abatido y medio muerto contemplaba la desoladora escena, esperaba al menos la recompensa de la dama, unas curas, unos mimos, que nunca llegaban. Ella estaba ocupada con otros placeres. Una tarde tras muchos meses de incansables combates había acabado de derrotar a una docena de bandidos sarnosos tras recibir una furibunda estocada en el pecho que casi lo atravesó cuando la dama que contemplaba divertida la escena le dijo:
- Eres un caballero demasiado bueno, pero a pesar de tus grandes servicios nunca te llamé ni te pedí regalos. Fíjate, en esta torre no pueden entrar caballeros por más méritos que hagan, eso solo los engrandece y mi casa es pequeña.- y desapareció tras la ventana.
El Caballero Macarra no entendió aquellas palabras, pero aquella vez el sufrimiento tras la batalla era demasiado grande y cayó al suelo derrotado, golpeado por una fuerza demasiado poderosa que su escudo no podía detener. Entonces tuvo un sueño en el que el dolor se apoderaba en forma de tenaza ardiente de su pecho, como una lanza que hirviendo lo perforaba muy poco a poco y quien empuñaba aquella arma era él mismo. Cuando el caballero despertó a la mañana siguiente sintió que no podía levantarse, ni moverse y tanto su cuerpo como su mente eran como un yunque enorme aplastado por el dolor de la larga batalla que había librado hasta aquel entonces en vano y por las crueles palabras de la noche anterior. Pensó que aquel era su fin, pero entonces apareció en su mente el recuerdo de sus dos camaradas y el yunque fue haciéndose más liviano. En aquel momento se apercibió de que en su mano derecha empuñaba su lanza roja de sangre de dos metros y como si se tratase de un bastón la levantó y la clavó sobre el suelo para alzarse, resquebrajando la tierra. Su mirada desprendía lágrimas de fuego mientras su cuerpo se erguía poco a poco animado por saber que aun había un enemigo por vencer: él mismo.
- Mi lanza se llama Odio.- se desperezó de su destrozada armadura y alzando el arma la expulsó con toda la fuerza de que fue capaz, dislocándose el hombro y desgarrando sus músculos en el ataque. La lanza impactó y se hizo añicos contra la base del torreón que se sacudió de arriba a bajo tambaleándose peligrosamente. La dama apareció por la ventana asustada.- El Caballero Macarra ha muerto, no gozarás más de mis atenciones y aunque mis intervenciones han sido providenciales para construir el futuro que ahora tienes, me has despreciado. Ya he perdido demasiado tiempo aquí.
Y aquel hombre solitario se dio la vuelta y adentrándose semimuerto y semidesnudo en el bosque con la mirada perdida, el cuerpo flaqueante y el corazón desorientado desapareció. Pasó dos días dando traspiés por los espesos matojos del bosque que le arañaban la piel, con los ojos entornados y murmurando "Caballero Imbècil", "Caballero Pringado", "Caballero Miserable", cuando se encontró en un claro en medio del corazón de las tinieblas a un profeta, bien vestido, piel morena, anteojos y mirada llena de determinación. El profeta curó sus heridas, le dio algunas bayas y sabrosas viandas bien sazonadas así lo vio y cuando aquel moribundo hubo saciado su sed y aplacado su sueño aun apestaba a fracaso y muerte. Tal cosa le dijo el profeta entonces:
- Has escogido el camino del Odio, que además ya conoces bien, y has permitido que él sea tu Señor por vez renovada.
- A Odio la lancé fuera de mi contra un maldito torreón que ni siquiera conseguí derruir.-consiguió articular el miserable con palabras malsanas.
- ¿Y entonces qué empuñas tan aferradamente en tu mano?
El miserable vio en ella su enorme lanza roja, más grande que nunca, que le encorvaba pesadamente hacia el suelo, como un lastre de peso indescriptible.
- Esa lanza tuya siempre volverá a ti por más veces que la lances sea hacia ti o hacia los demás. El proceso de destrucción irá en las dos direcciones. Si quieres librarte de ella vuelve a ese torreón y enfréntate a tu dolor, íntegralo, y con el tiempo desaparecerá. Te lo garantizo.
- He hecho mucho daño allí y me he despedido para no volver en mucho tiempo al menos. No puedo hacer eso que dices, por orgullo, por miedo, porque pueden recibirme con lanzas más grandes que ésta y el recuerdo de los sufrimientos allí padecidos son demasiado grandes. Aunque dejo atrás a seres muy queridos, ya conozco a Odio, aprenderé a convivir con él hasta domeñarlo, aunque hasta que lo consiga muchos otros sufran por su desenfreno...
- Caballero Fugitivo, Caballero hacia el Olvido, ¿quieres seguir siendo Caballero siendo tan cobarde?
- Si vuelvo a esas trincheras puedo morir de dolor y por muy digna que fuera mi derrota, reconozco que prefiero vivir. ¿Fui algún día Caballero? No, siendo tan cobarde ahora solo soy un Fugitivo que confía en su huida de este grotesco laberinto. ¿Quien sabe? No habiendo podido mantener ciertas promesas y habiendo abandonado el camino del valor he muerto como Caballero, pero sé que he de resucitar y cuando lo haga seré mucho más fuerte. Los que de verdad me son fieles me esperarán y yo sabré recompensarlos por su amor.
- Bueno suerte, amigo, la vas a necesitar.
Y el que un día se autodenominó sin mucho acierto como Caballero Macarra partió con esperanza hacia las sendas intrincadas, misteriosas y llenas de peligros de aquel bosque tan profundo, oscuro y laberíntico sin más pertrechos que unas ropas viejas que el profeta le prestó y un cuerpo y un alma maltratados y débiles que soñaban con un espíritu indomable. Pero en esos momentos solo arrastraba sin poderla soltar una enorme lanza cada día más grande que le iba restando fuerzas a medida que se apoderaba de él.
(el texto a partir de aquí está incompleto)
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