Hay algunas personas que consideran especial el hecho que sucedió, y en consecuencia, que yo soy especial. Soy especial porque me encontré un bebé en una basura. Como es un hecho no ordinario, pues a quien le ocurre lo consideran especial.
Lo vi ahí, tirado, indefenso, cubierto por montones de mierda de los vecinos, y no pude por más que acordarme de mis propios hijos cuando eran bebés, y en un arranque de ternura y sentimentalismo, lo cogí y lo llevé a casa.
Una vez allí lo lavé lo mejor que pude y le puse un trapo de cocina a modo de pañal. Luego, me quedé mirándolo largo rato, pensando qué hacer con él. Hacía mucho que no había bebés como aquel por casa, y me sentía incluso inquieto, un poco raro.
Finalmente, un poco temeroso de que algún vecino me hubiera visto hurgando con él entre los contenedores, decidí que se lo daría a mi hija, como un regalo de Navidad, porque para ella tener un bebé es como un objetivo vital, una obsesión con todas las letras, y está profundamente afectada porque no los puede tener, ley natural.
Su mirada cuando lo contempló al fondo de la caja que le apañé al bebé me transmitió instantáneamente que era, sin duda, la chica más feliz del mundo, y me sentí enormemente complacido.
Pero de unas semanas para acá empiezo a pensar que me equivoqué al entregárselo, habiendo tantas otras personas responsables en las que podría haber recaído el crío, no siendo mi hija la candidata ideal: hace tiempo que anda bastante despreocupada respecto a él, no le interesa su estado en absoluto, ni lo limpia regularmente; incluso me ha parecido ver últimamente que utiliza su despoblada cabeza para jugar con el perro. Pero en fin, ella sabrá lo que se hace, ahora es suyo. Igual tendría que haberlo dejado tirado en la basura.
Por supuesto, el bebé es made in Taiwan y mi hija tiene siete años.
El Rapsoda de la ignorancia
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