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viernes, 3 de septiembre de 2010

Dos marujas pasan 20 años hablando por teléfono

Amparo García, residente en Madrid, tenía 39 años cuando cogió el teléfono en septiembre de 1990 para llamar a su amiga Agustina Rosal, de 37, con la intención de explicarle cómo le habían ido las vacaciones de verano que ella y su familia habían pasado en Benidorm.

Cuando Amparo ya casi le había explicado todo lo que hicieron en los diez días que estuvieron de vacaciones, quedaron para tomar café un día de esos y ver las fotos. Pero transcurridos 15 minutos de conversación, ocurrió algo que nadie esperaba: siguieron hablando.


Ambas continuaron hablando de sus respectivos maridos e hijos. Siguieron con los vecinos, que si eran unos guarros que no limpiaban la escalera cuando les tocaba, y prosiguieron con la política, el clima, Mecano, la economía, la guerra del Golfo, los famosos de la tele, la salud, ETA, los estrenos del cine...

Cuando el marido de Amparo, Alberto Olmo, regresó de trabajar sobre las 8 de la tarde, saludó a su mujer pero ésta no se percató. 
"Yo le saludé, pero vi que estaba ocupada hablando por teléfono y la dejé tranquila. Pero cuando pasó una hora, me preocupé y le hice señas de que ya era hora de colgar, pero no reaccionaba. Hablaba y hablaba sin pausa alguna". 
A Alberto le entró una congoja y cierto miedo cuando comprobó que su mujer llevaba cinco horas colgada al teléfono y que no finiquitaba con la conferencia.

Paralelamente, el marido de Agustina, José Ferrán, había vuelto a casa después de su jornada laboral y vio a su mujer en la misma tesitura. 
"Al principio no me alarmé, porque mi mujer siempre fue de hablar más de la cuenta. Pero cuando tuve que recurrir al 5 contra 1, entonces me di cuenta que Agustina no había colgado aún".
Así pasaron los días, semanas, meses y años, con ambas mujeres sin dejar el teléfono ni para orinar. Cada familia tuvo que pasar los cumpleaños, navidades, aniversarios de boda, vacaciones, santos, finales de curso y demás, al lado de unas señoras que no concluían con su diálogo. “Mi hija –dice el señor Olmo- ha crecido sin una madre. He tenido que tirar de mi familia yo sólo”. El señor Ferrán asegura que la situación se había vuelto tan absurda que ambas se explicaban tonterías como qué formas tenían la nubes que veían, el recorrido que realizaba una mota de polvo o bien cuántos pelos llegaban a contarse en el antebrazo.

Las señoras, que han pasado dos décadas sin enterarse de nada, cesaron su conversación ayer por la mañana, cuando una de ellas dijo que le dolía un poco la oreja izquierda.

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