El atardecer estival baña con ese amarillo descolorido los edificios y las terrazas de mi ciudad, invitando al descanso y a la contemplación silenciosa. Pinceladas de nubes desdibujadas en el cielo con delicadeza y sencillez decoran el paisaje que ante mis ojos ahora se dibuja.
Mientras mis posaderas clavadas están entre las duras tablas de madera de un banco, un rayo de sol penetra oblicuamente mis anteojos deslumbrando mi mirada apoyada entre la multitud. Las jóvenes mujeres pasean ligeras de ropa con sus shorts y sus tirantes por mis narices, frescas y radiantes como mitos paseando. El sol friega sus pieles resaltando el vello de sus hombros redondeados, sus cabellos largos bailan al son de sus pasos ocultando a cada tanto unos ojos despiertos, otros divertidos y jocosos, los tiernos y aparentemente inocentes y los descaradamente atrevidos y pícaros.
En el otro extremo de la plaza unos niños berrean reclamando un balón perdido o señalando una oportunidad manifiesta de gol, con sus movimientos rápidos y bruscos de pies y cabeza que desafían la cálida suavidad de la tarde derramando gotas de sudor templado.
Los árboles y arbustos mecidos por la brisa primaveral permanecen sosegados e impasibles reflejando en sus hojas color bronce la lenta caída del día mientras la hierba que los rodea se alza como mil lanzas de oro milenario a desprender reflejos naturales.
Fénix estival
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