El chico joven sentía una poderosa mezcla de sentimientos en su interior. Algo dentro de él fluía a velocidad vertiginosa, furiosa, incontrolable. Apenas se atrevía a echar un vistazo; le asustaba lo que allá pudiera encontrar. Le asustaba encontrar a Realidad. Realidad nunca tenía buenas palabras, era dura, fría y cruel, curtida sin un momento de cariño. Realidad era tan real. Realidad era lo que realmente temía. Desde su confortable mundo interior, el chico había ideado un complejo muro invisible con la pretensión de evadirse de todo aquello que rechazaba. Por eso le costaba encarar a Realidad. Verdaderamente, nadie conoce Realidad, se dijo. Quién sabe lo que es real?, se preguntaba.
Había abandonado la vieja estación de trenes, dejando atrás ese ruido que tanto detestaba y las luces de hospital de las paredes del andén que le deslumbraban y deprimían.
Miró en derredor. Nada. Quizá algo peor que nada: una calle húmeda, vacía y desangelada lo saludaba con desgana a la seis de la mañana, desde el gris desierto decadente que era la ciudad.
Le molestaba el eco de sus pasos en las sucias paredes desconchadas. Se paró a mear en un árbol, dejándose ver todo lo que pudo. Abandonó la botella vacía que llevaba en la mano desde hacía un par de horas.
Le apetecía horrores fumar, pero no llevaba papel encima. Siempre faltaba algo, siempre faltaba algo.
Llegó hasta la plaza del mercado, donde todos tenían prisa por irse. Parecía que nadie le esperaba por ahí.
Quizá algo de droga dura le iría bien. Cualquier forma de auto-destrucción le parecía conveniente.
Se sentó en el banco más guarro que encontró y sujetó la cabeza entre las manos. Había algo dentro de ella que la hacía ser jodidamente pesada. Cómo sacarlo? Realidad, realidad, realidad...
La realidad era que poco se le había perdido allí, así que siguió caminando. Sumergido en una de sus espirales inagotables, llegó al barrio más por defecto que por conciencia.
Cruzó la calle a escasos dos metros de un paso de cebra, pero fue el espacio suficiente para que un enorme y ruidoso camión de basura, que iba a toda hostia, hubiese de frenar considerablemente para evitar el inesperado cruce. El chico se plantó en mitad de la calzada, oyendo la salva de insultos personales que le dedicaba el malhumorado conductor. Se decepcionó muchísimo al darse cuenta que el pobre capullo jamás tendría los cojones para bajar y abrirle la cabeza con una barra de hierro. Tampoco había esperanzas de que lo atropeyaran, pues parecía ser el único vehículo de por allí. Le mandó insultos de vuelta a viva voz, algunos gestos amenazadores y un consistente escupitajo, que no dio en su objetivo por muchísimos metros de distancia, pues el camión no había parado. Decidió que a partir de ese momento odiaría todo el gremio de camioneros y basureros, aunque se acordaba de cuando era pequeño y cada noche, religiosamente, estuviera estudiando, cenando o llevando a cabo cualquier otro quehacer doméstico propio de un crío de ocho años, al escuchar el ruido del camión que paraba delante de casa corría sonriente hacia la ventana para ver todo el proceso de recogida de desperdicios. Cuando habían acabado, saludaba a los dos basureros, que a su vez siempre le devolvían el saludo mientras se reenganchaban a la parte posterior del camión y éste arrancaba. “Pero las cosas cambian, verdad Realidad?”
Incómodo con esa sensación, que se sumaba al profundo bucle en cuya corriente daba dolorosos tumbos, siguió andando por una calle que olía a meados y vómito, aún fresco.
El futuro le preocupaba. El pasado le ahogaba.
Llegó a una plaza donde una tía con aspecto de lesbiana profunda miraba impasible y con gesto marcial cómo su mascota se dirigía contenta hacia el chico. Normalmente le daba asco tocar los perros, pero acarició a éste como si se hubiera reencontrado con el suyo después de muchos años. Había algo en su cuidado pelaje suave y blanco que le tranquilizaba. Aquel chucho fue la excusa definitiva que le hizo borrar al conductor de unos segundos atrás. Siguió tocando y sobando al bicho todo el rato que quiso, se sentía cómodo e incluso se perfilaba una sonrisa en su cara. El ritmo de cola en abanico del animal crecía y se subió a las rodillas del chico, ajeno a las toscas llamadas que le profería su dueña con el fin de que volviera.
-Espérate un momento, joder!
Qué cojones había de malo en que tocara a su perro, el chico no lo sabía, pero le desquiciaba la tía ésa. Siempre sobra algo. O sobraba o faltaba, el joven no se explicaba cómo podía ser todo tan complicado.
El manto de la noche se iba retirando para dejar paso a un pálido y tímido amanecer. Miró el cielo.
Ahora comprendía. El rumor sordo que había sentido durante todo el camino en su interior, leve pero constante, como un ejército implacable e infinito de decididas hormigas, esa sensación largamente olvidada tiempo atrás, era la de echar de menos a alguien. Se asustó al percatarse, por fin, cuánto podía depender su bienestar del resto de personas que le rodeaban, cuánto precisaba ese apoyo, cuánto las necesitaba. Cuánto Realidad.
Allá arriba, en la confusa bóveda celeste, que no acababa de decidirse en desvestir su vestido de noche para dejar paso a tonalidades más suaves, una finísima luna despedía al chico. Le amargaban las despedidas, incluso las de la luna. Ésta no era ya más que un ligero perfil, una pincelada en el cielo tumabada boca abajo aparentando ser una sonrisa. Pero era una sonrisa apagada, que se borraba y desaparecía a cada segundo, recordándole al joven que todo lo que en la noche había ocurrido, en la noche se quedaba. Recordándole que todo fue, estuvo, pero ya ni sería ni estaría. Susurrándole desde su velada sonrisa que dejara los sueños para la noche. Anunciándole, en definitiva, que por el día le esperaba Realidad. Duras semanas de Realidad.
El chico bajó la cabeza y miró en los ojos del animal. Unos ojos de perro que le transmitieron más que la mayoría de gente que conocía. Eran de un verde fresco y campestre, mezclado con algunos tonos tirando a marrón. Desde cuándo eran tan complicados los ojos de un perro?
Con todo y con eso, observaban con curiosidad mal disimulada al joven, alegre y sinceramente, ajenos a la tormenta desatada en el interior de éste.
En la vida, un momento te cruzas un camión de mierda y al siguiente te regalan este hermoso instante, divagaba el joven.
Acercó su cara a la del perro y buscó significado en ellos.
Sabía que no encontraría nada. Que el significado de lo que sentía debía buscarlo en la papelera que había destrozado a patadas, en las vallas del ayuntamiento que había tirado una por una con fúria creciente, o en la violencia incontinente con la que había arrancado un espejo retrovisor para golpearlo con rabia contra una pared de hormigón, cortándose los dedos con los pequeños vidrios que saltaban y esperando que, a parte de las miradas alarmadas de los viejos que sacaban a pasear a los perros, alguno se atreviera a partirle la cara a él.
El Rapsoda de la ignorancia
Magistral. Sencillamente el relato más vivo de los que te he leído. Me ha turbado y bastante. ¿Por qué siempre falta o sobra algo? Nada es perfecto. Nada está en armonía y quizás debamos a aprender a vivir con carencias o con abundantes inutilidades.
ResponderEliminarTío, insisto: escribe lo tuyo, que estas joyas no pueden quedarse encerradas en tu cabeza. Sería egoísmo de alto nivel.
Madrugador del Late Night Cósmico
tus erráticas caminatas siempre son dan mucho de sí. A ciertas horas y después de mucho sin dormir todo se vuelve precario. Esta última palabra, la precariedad, creo que es uno de los temas de fondo de tu escrito. Todos aquí nos hemos visto reflejados o nos vemos aun.
ResponderEliminarFénix en apogeo nocturno
frustrante
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