La amistad es nuestra religión; Nadie, nuestro Dios; y la ignorancia, nuestro templo. Bienvenidos.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Mis Maestros de la Literatura

Valorando prioridades decidí pasarme por los jardines de la calle Ondina a ver si estaba el Nico y solucionar lo primero el asunto de la medicación. Hubo suerte y allí lo encontré, lo que no siempre es fácil por la mañana -supongo, porque las mañanas no son mi fuerte-. Estaba sentado en el respaldo de un banco, con las botazas sobre el asiento. Reconocí a su lado a ese amigo suyo que parece que acabe de salir de Mathaussen. La gente no tiene término medio: o pretaporté de Silverio Montesinos, o chándal Naik con más mierda que logotipo.
-Qué quieres, picha.
-Cinco taleguitos.
Después de una pausa que me hizo sospechar un acceso autista, se fue caminando hacia el margen del parque con parsimonia de peripatético y me quedé a solas con el compái de Mathaussen, que tampoco parecía muy espitoso que digamos.
-¿Oye, y cuando se pague en euros cuánto valdrán los cinco talegos?- pregunté, más que nada por ver si el tío seguía vivo.
-Yo que sé, colega: es todo el mismo rollo...
Ahí se quedó el amigo, pero a mí me entraron verdaderas ganas de saberlo. Si seis euros son mil pelas, cinco mil pelas serían treinta euros. Números casi redondos, aunque era seguro que el Nico encontraría la manera de encarecer la mercancía aprovechando la movida. El compái, entretanto, parecía haber entrado en un bucle reflexivo que más valía la pena no perturbar, así que encendí un Ducados y me senté en el banco a fumarlo. Lo bueno que tienen los colgaos es que uno puede sentarse a su lado a fumar en silencio durante media hora y no pasa nada, se distraen solos. En cambio treinta segundos en el ascensor con un Usuario Registrado de Güindous le agotan la paciencia a cualquiera. Claro que los colgaos son fatales para según qué cosas: no dicen nada entretenido, no se les puede pedir dinero, y cuando alguno se mete a guardia de tráfico o profesor de lógica acaba montando unos pollos horrorosos con las preferencias en el cruce y los condicionales contrafácticos. El caso es que saqué del bolsillo el pósit que me había dado The First, por ver si la dirección que le interesaba caía cerca. “Jaume Guillamet nº15”, había escrito con esa letra suya tan estupenda. Me entretuve en intentar localizar mentalmente el número; conozco bien la calle, el 15 tenía que estar en la parte alta. Ensayé un paseo mental Guillamet arriba tratando de recordar todos los edificios a derecha e izquierda, pero quien intente un ejercicio semejante se convencerá de una de mis más originales hipótesis -erróneamente atribuida a Parménides-, según la cual la realidad tiene unos agujeros así de gordos. A todo esto llegó el Nico con la pieza y se acabó el viaje astral. Me despedí de él y del compái con ese simulacro de cortesía con que uno le hablaba a su camello de cabecera y salí por la parte baja del parque. El día prometía: porros, comida y priva. Sólo la perspectiva de tropezar con la Fina enturbiaba un poco el horizonte. Es sabido que las mujeres son pozos sin fondo, capaces de absorber toda la atención que uno pueda dedicarles; pero me refiero, claro está, a las que no cobran en metálico por el asunto de la jodienda, y lamentablemente la Fina no cobraba, al menos en metálico.

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán, Pablo Tusset


Siempre he sospechado que la amistad está sobrevalorada. Como los estudios universitarios, la muerte o las pollas largas. Los seres humanos elevamos ciertos tópicos a las alturas para esquivar la poca importancia de nuestras vidas. De ahí que la amistad aparezca representada por pactos de sangre, lealtades eternas e incluso mitificada como una variante del amor más profunda que el vulgar afecto de las parejas. No debe de ser tan sólido el vínculo cuando la lista de amigos perdidos es siempre mayor que la de amigos conservados. El padre de Blas solía decirnos que la confianza en los otros era un rasgo del débil, pero claro, cualquier asomo de humanidad era para él poco menos que una mariconada. Coronel en la reserva de consentida inclinación nazi, no concedíamos demasiado valor a sus opiniones. En el fondo sonaba más sabio lo que un tirado en una taberna nos gritó un día: “Yo a mis amigos no les cuento mis penas; que los divierta su puta madre.” La amistad siempre me ha parecido una cerilla que es mejor soplar antes de que te queme los dedos y, sin embargo, aquel verano no habría podido concebir los días sin Blas, sin Claudio, sin Raúl. Mis amigos.

Cuatro amigos, David Trueba


Me siento en el sofá, al lado pero a cierta distancia de una zorra gorda con una pierna rota. Su miembro escayolado se apoya en la mesita del café y hay una repulsiva hinchazón de carne blanca entre la escayola sucia y sus pantalones cortos color melocotón. Sus tetas están asentadas sobre una lata gigante de Guinness y su blusa chaleco marrón lucha para retener sus blancas mantecas. Sus grasientos rizos oxigenados tienen dos centímetros de insípidas raíces grises y marrones. No hace ningún intento de reconocer mi presencia sino que deja escapar una horrenda y vergonzosa risa de burra ante algún comentario inane que hace Forrester, que no capto, probablemente acerca de mi aspecto. Forrester se sienta frente a mí en un sillón desvencijado, con su cara carnosa y su cuerpo delgado, casi calvo a los veinticinco. Su pérdida de cabello durante los dos últimos años ha sido espectacular, y me pregunto si habrá cogido el virus. Pero lo dudo. Dicen que sólo los buenos mueren jóvenes. Normalmente haría algún comentario borde, pero en este momento preferiría insultar a mi abuela hablándole de su bolsa de colostomía. Después de todo, Mikey es mi hombre.
En la otra silla junto a Mikey hay un hijoputa de aspecto maligno, cuyos ojos están sobre la guarra hinchada, o más bien sobre el porro poco profesionalmente liado que se está fumando. Ella le da una calada extravagantemente teatral, antes de pasárselo al tipo de aspecto maligno. No tengo nada contra los tíos con ojos de insecto muerto en las profundidades de rostro de roedor. No son todos malos. Es la ropa de este chico la que le delata, destacándole como un vivales de cuidado. Es obvio que ha estado residiendo en uno de los hoteles de lujo del grupo Windsor: Saughton, Bar L, Perth, Peterhead, etc.,* y aparentemente ha estado allí bastante tiempo.
(...) *Relación de cárceles escocesas.
Si alguna vez han visto un rostro de depredador, era el de Saughton. La Guarra Gorda, Dios, qué grotesca es, rebuzna, y yo me esfuerzo por soltar la carcajada servil de rigor en los intervalos que estimo más o menos apropiados.
Después de escuchar esta mierda durante un rato, el dolor y la náusea me fuerzan a intervenir. Mis señales no verbales han sido ignoradas despectivamente, así que entro a saco.
“Perdona que te interrumpa en este punto, colega, pero voy a tener que ponerme los patines. ¿Tienes la mandanga a mano?”
La reacción es desmesurada, incluso respecto de los cánones del mierdoso juego al que está jugando Forrester.
“¡Cierra la puta boca! Jodido capullo. Ya te diré yo cuándo tienes que hablar. Tú cierra el pico. Si no te gusta la compañía, puedes irte a tomar por el culo. Y punto.”
“No te ofendas, colega...”, por mi parte todo es dócil capitulación. Después de todo, este hombre es para mí un dios. Caminaría a cuatro patas sobre cristales rotos durante mil kilómetros para usar su mierda como pasta dentífrica y ambos lo sabemos. No soy más que un peón en un juego llamado “El Marketing de Michael Forrester Como Tipo Duro”. (...)
Me trago algunas humillaciones soeces más durante lo que parece una eternidad. Las capeo sin inmutarme, eso sí. Nada amo (salvo el jaco), nada odio (salvo aquellas fuerzas que me impidan el conseguirlo) y nada temo (salvo no poder pillar).
También sé que un cagao como Forrester jamás me haría pasar por toda esta pantomima si tuviera intención de dejarme tirado. (...)
“¿Qué cojones es esta mierda?”
“Opio. Supositorios de opio”, dice Mikey cambiando de tono. Resulta cauteloso, casi exculpatorio. Mi exabrupto ha hecho añicos nuestra simbiosis chunga.
“¿Qué coño quieres que haga con esto?”, digo sin pensar, y empezando a sonreír cuando caigo en la cuenta. Eso saca a Mikey del apuro.
“¿De veras quieres que te lo diga?”, se mofa, recuperando algo del poder que acaba de ceder, mientras Saughton se ríe y la Guarra Gorda rebuzna. Puede ver que no me hace gracia, sin embargo, así que continúa: “No es un pico lo que necesitas, ¿verdad? Quieres algo lento, que te quite el dolor, que te ayude a desengancharte del jaco, ¿verdad? Pues éstas son perfectas. Diseñadas a medida de tus necesidades. Se derriten pasando a todo el sistema, el flash se acumula y después se desvanece lentamente. Ésas son las pirulas que emplean en los hospitales, joder.”
“¿Entonces crees que valen la pena, tío?”
“Haz caso a la voz de la experiencia”, sonríe, pero más hacia Saughton que hacia mí. La Guarra Gorda echa hacia atrás su cabeza grasienta, exhibiendo grandes dientes amarillos.
Así que hago lo recomendado. Hago caso a la voz de la experiencia. Me excuso, me retiro al retrete y me las inserto con gran diligencia por el culo. Era la primera vez que metía el dedo por mi propio agujero, y me asaltó una sensación vagamente nauseabunda. Me miro en el espejo del cuarto de baño. Pelo rojo, mate pero sudoroso, y un rostro pálido con un puñado de repugnantes granos. Hay dos bellezas en particular: en realidad, a éstas habría que clasificarlas como forúnculos. Uno en la mejilla y uno en la barbilla. La Guarra Gorda y yo haríamos una excelente pareja, y me recreo con una perversa visión de los dos en una góndola por los canales de Venecia. Vuelvo escaleras abajo, todavía chungo pero con el colocón de haber pillado.
“Tarda un rato”, hace notar toscamente Forrester, mientras hago mi entrada en el cuarto de estar.
“¡A mí me lo dices! Para el bien que me han hecho hasta ahora, tanto daría que me las hubiera metido por el culo.” Recibo mi primera sonrisa de parte de Johnny Saughton por mis penas. Casi puedo ver la sangre alrededor de su retorcida boca. La Guarra Gorda me mira como si acabase de masacrar ritualmente a su descendencia. Esa expresión dolorida e incomprensible hace que tenga ganas de mearme en los gallumbos de risa. Mikey pone una cara muy ofendida de yo-soy-el-que-hace-los-chistes-aquí, pero matizada por la resignación ante el hecho de que su poder sobre mí ha desaparecido. Terminó con la finalización de la transacción. Ahora él no representaba más para mí que una mierda de perro en el centro comercial. En realidad, bastante menos. Y punto.

Trainspotting, Irvine Welsh


LAURENCIA:
¿Qué dice Mengo?

BARRILDO:
Una cosa
que, siendo cierta y forzosa,
la niega.

MENGO:
A negarla vengo
porque yo sé que es verdad.

LAURENCIA:
¿Qué dice?

BARRILDO:
Que no hay amor.

LAURENCIA:
Generalmente, es rigor.

BARRILDO:
Es rigor y es necedad.
Sin amor, no se pudiera
ni aun el mundo conservar.

MENGO:
Yo no sé filosofar;
leer, ¡ojalá pudiera!
Pero si los elementos en discordia eterna viven,
y de los mismos reciben
nuestros cuerpos alimentos,
cólera y melancolía,
flema y sangre, claro está.

BARRILDO:
El mundo de acá y de allá,
Mengo, todo es armonía.
Armonía es puro amor,
porque el amor es concierto.

MENGO:
Del natural, os advierto
que yo no niego el valor.
Amor hay, y el que entre sí
gobierna todas las cosas,
correspondencias forzosas
de cuanto se mira aquí;
y yo jamás he negado
que cada cual tiene amor
correspondiente a su humor,
que le conserva en su estado.
Mi mano al golpe que viene
mi cara defenderá;
y se cerrarán mis pestañas
si al ojo le viene mal,
porque es amor natural.

PASCUALA:
Pues ¿de qué nos desengañas?

MENGO:
De que nadie tiene amor
más que a su misma persona.

PASCUALA:
Tú mientes, Mengo, y perdona;
nadie lo niega en rigor
que ama un hombre a una mujer,
o un animal quiere y ama
su semejante.

MENGO:
Eso se llama
amor propio, y no querer.
¿Qué es amor?

LAURENCIA:
Es un deseo
de hermosura.

MENGO:
Esa hermosura,
¿por qué el amor la procura?

LAURENCIA:
Para gozarla.

MENGO:
Eso creo.
Pues ese gusto que intenta,
¿no es para él mismo?

LAURENCIA:
Es así.

MENGO:
Luego, ¿por quererse a sí
busca el bien que le contenta?

LAURENCIA:
Es verdad.

MENGO:
Pues de ese modo
no hay amor, sino el que digo,
que por mi gusto le sigo,
y quiero dármele en todo.

BARRILDO:
Dijo el curo del lugar
cierto día en el sermón
que había cierto Platón
que nos enseñaba a amar;
que éste amaba el alma sola
y la virtud de lo amado.

PASCUALA:
En materia habéis entrado
que, por ventura, acrisola
los cerebros de los sabios
en sus academias y calles.

LAURENCIA:
Muy bien dice, y no te canses,
en persuadir sus agravios.
Da gracias, Mengo, a los cielos,
que te hicieron sin amor.

MENGO:
¿Amas tú?

LAURENCIA:
Mi propio honor.

[...]

COMENDADOR:
¿Dónde estará aquel Frondoso?

FLORES:
Dicen que anda por ahí.

COMENDADOR:
¡Por ahí se atreve a andar
hombre que matarme quiso!

FLORES:
Como el ave sin aviso,
o como el pez, viene a dar
al reclamo o al anzuelo.

COMENDADOR:
¡Que a un capitán cuya espada
tiemblan Córdoba y Granada,
un labrador, un mozuelo
ponga una ballesta al pecho!
El mundo se acaba, Flores.

FLORES:
Eso pueden los amores.

ORTUÑO:
Y pues que vive, sospecho
que grande amistad le debes.

COMENDADOR:
Yo he disimulado, Ortuño;
que si no, de punta a puño,
antes de dos horas breves,
pasara todo el lugar;
que hasta que llegue ocasión
al freno de la razón
hago la venganza estar.
¿Qué hay de Pascuala?

FLORES:
Responde
que anda ahora por casarse.

COMENDADOR:
¿Hasta allá quiere fiarse?
¿Qué hay de Inés?

FLORES:
¿Cuál?

COMENDADOR:
La de Antón.

FLORES:
Para cualquier ocasión
te ha ofrecido sus donaires.
Le hablé por el corral,
por donde has de entrar si quieres.

COMENDADOR:
A las fáciles mujeres
quiero bien y pago mal.
Si éstas supiesen, ¡oh Flores!,
estimarse en lo que valen...

FLORES:
No hay disgustos que se igualen
a luchar por sus favores.
Rendirse presto desdice
de la esperanza del bien,
mas hay mujeres también,
y el filósofo lo dice,
que apetecen a los hombres
como la forma desea
la materia; y que esto sea
así, no hay de que te asombres.

COMENDADOR:
Un hombre de amores loco
huélgase que a su accidente
se le rindan fácilmente,
mas después las tiene en poco,
y el camino de olvidar
al hombre más obligado
es haber poco costado
lo que pudo desear.

Fuenteovejuna, Lope de Vega


Llavors que dormiràs, ma bella tenebrosa,
al fons d'un monument en marbre negre alçat,
i que només tindràs per alcova i teulat
una fossa balmada i una cova plujosa;

quan la pedra, oprimint ta poruga pitrera
i els teus flancs que una gràcil indolència ablaneix,
impedirà el teu cor el voler i el panteix,
i als peus de prosseguir la cursa aventurera,

la tomba, confident del meu somni infinit
(car la tomba en tot temps sabrà entendre el poeta),
durant les fondes nits en què dormir és proscrit,

et dirà: “De què et val, cortesana incompleta,
d'haver ignorat què ploren els ja per sempre absents?”.
I els verms et corcaran com els remordiments.

Poema “Remordiment Pòstum”
Les flors del mal, Charles Baudelaire

El Rapsoda de la ignorancia

1 comentario:

  1. Por cierto, este mes estamos doblemente de aniversario, pues acabáis de leer la entrada publicada nº200. (esto se merece un dibujo del Pareja..? ejem). Felicidades amigos ex-carchados!
    J.Y.

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